Para que nadie quede atrás: A la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)
86 EL MISTERIO DE SU NOMBRE Por Roberto Farías (amigo y compañero de navegaciones) Quémil siempre tuvo una fijación con su nombre, que por casuali- dad evoca algún nombre chilote como Cahuil o Queilen. Siempre le preguntaban si se escribía con K, o con acento o sin, o si era indígena o árabe. Y a él le fascinaba dejar volando la intriga. Su padre también se llama igual, solo que sin tilde. El abuelo, don José Ríos, un viejo a la vez déspota y divertido, fue el de la idea. Usó para su quinto hijo el apellido de un sirio de Osorno más por flojera que por creatividad. Cuando en 1963 nació este Quémil su padre le puso así sin pensar y siempre dice: “¡Las cosas extrañas que tiene la vida, pero era el hijo que más se pareció a mí!”. En una ocasión Quémil, ya veinteañero, se vistió con el uniforme de carabinero de su padre y al comparar las fotos, parecen la misma persona. Eran idénticos. Su padre estaba destinado en un retén de Huar, una de las 14 islas del Archipiélago de Calbuco. Ahí estudió y terminó el liceo. Des- pués partió a Concepción a estudiar tres años de Derecho y luego a Santiago a Periodismo. Cuando Quémil Ríos egresó, volvió a Calbuco y al sur. Comenzó una práctica en la radio Estrella del Mar en Ancud en medio de las primeras protestas contra la dictadura. A pesar de la paga, se quedó trabajando un año y su voz un poco nasal y su ha- blar correcto, empezó a pegar en la radio. Sus pequeñas notas en la tarde, “sus noticias sin importancia”, le empezaron a dar cierta fama de aventurero. Como ir a caballo a entrevistar a un lugareño en Pi- ñihuil, frente al océano, solo para que relatara cómo veía los barcos factoría en la noche trabajando sin parar mar afuera depredando lo nuestro. O navegó hasta una isla en año nuevo, para narrar como si fuera un despacho urgente, que una docena de familias veían en- simismados una bengala disparada desde una balsa salmonera a las doce de la noche. Se embarcó un mes en una regata de lanchas chilotas para convivir con la tripulación, enviando reportes diarios del avance de las lanchas por el archipiélago. Su nombre se hizo conocido en la radio. Muchas chilotas suspi- raban. Le enviaban cartas. Tarjetas con invitaciones a sus fiestas costumbristas. Un día llegó una carta distinta a la redacción: “Sus
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