Derechos humanos y mujeres: teoría y práctica
MUJERES, CIUDADANÍA Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA Yanira Zúñiga Añazco Hasta hace pocas décadas, la monopolización masculina del poder a lo largo del orbe no era vista, en general, como un problema para la democracia. En la actualidad, en cambio, y tras el sostenido cuestionamiento proveniente del activismo y de la teoría feminista, se ha logrado sentar las bases para el afianzamiento de herramientas jurídicas tendentes a corregir el déficit de legitimidad de sistemas políticos, caracterizados por una escasa presencia de mujeres en el seno de los órganos de representación. Es claro que las cuotas y la paridad son los ejemplos más vistosos de este nuevo repertorio normativo, no solo por su progresiva expansión sino, además, porque son portadores de comprensiones recientes sobre las vinculaciones entre la política y el género. 1. LA PROBLEMÁTICA CIUDADANÍA FEMENINA La monopolización masculina del poder político es un fenómeno de larga data. Sin embargo, es en la modernidad donde esta adquiere ribetes paradójicos, debido a que las sociedades políticas modernas se vertebran sobre la base de principios inclusivos y, sin embargo, dan origen a democracias exclusivas, es decir, sistemas en los que solo están legitimados para participar los varones. Hay varias piezas clave en este puzle. En la modernidad las mujeres son situadas simbólicamente en el dominio de la naturaleza y de las emociones, que es atemporal, al mismo tiempo que los hombres son localizados en el dominio de la razón, que es histórico. De ahí que los varones puedan ser liberados por el pacto social y las mujeres queden, en cambio, apresadas en una suerte de estado de naturaleza permanente. Todo ello justifica, en el ideario moderno, que las mujeres sean expulsadas de lo público (la ciudad) y confinadas a lo privado (la familia). Los hombres devienen, en consecuencia, los únicos hacedores de las leyes y, en contrapartida, las mujeres son simbolizadas como las guardadoras de las costumbres. Así concebido el diseño del pacto social, no sorprende que el pensamiento feminista ―que en sus orígenes no era otra cosa que un producto de la ilustración― se haya focalizado tempranamente en denunciar la injusticia de un orden vertebrado sobre una voluntad general a cuya formación solo estaban convocados los hombres. En la medida que los reclamos de figuras emblemáticas como Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft se nutren de la misma ideología igualitarista promovida por la modernidad, resulta lógico que se hayan articulado en clave de universalización. Es decir, la operación de inclusión de las mujeres que emprende el feminismo ilustrado se va a caracterizar por estar rigurosamente anclada en la estrategia de neutralización de la diferencia sexual, sirviéndose de los propios universales ilustrados. En términos metafóricos, la estrategia consistió en travestir a las mujeres. De esta manera, el primer feminismo va a exigir la aplicación generalizada de reglas que habían sido claramente formuladas para un grupo determinado ―el de los varones― ensanchando los contornos estrechos de la versión moderna de la igualdad esencial humana, a fin de incluir en ella a las mujeres. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX y tras la generalización en occidente del derecho a sufragio, no fue posible apreciar con nitidez que las posibilidades de éxito de tal empresa eran limitadas. El sujeto abstracto continuó siendo, en la práctica, un sujeto masculino, solo que, contemporáneamente, aparece enmascarado tras un discurso con énfasis inclusivo y con tintes ideológicos. La dificultosa extensión a las mujeres de derechos clave para su inserción social (como 181 Derechos Humanos y Mujeres: Teoría y Práctica
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