La revolución norteamericana, auge y perspectivas

Litis Carreíío Silva I UN AMERICANO DEL SIGLO xvm: GEORGE VVASHINGTON hombres para la defensa de Boston. Delegado al Segundo Congreso Continental, fue designado por unanimidad Comandante en Jefe del Ejército Norteamericano, a propuesta de Johil Adams. Esta designa– ción contraerá a Jorge 1 1 Vashington a las tareas militares, que se pro– longarán virtualmente durante seis años. La tarea fue inmensa y en su feliz culminación brillará la dedica– ción de 1Vashington y quedará patente el acierto de su elección. Las dificultades del problema militar no estribaban solamente en la lucha contra los ingleses. Es el momento de recordar que la causa inglesa tuvo muchísimos y leales servidores, que a veces dan a la guerra las características de la lucha civil. Los leales o "tories" constituyeron un peligro constante y muy particularmente, se transformaron en un eficaz y peligroso medio de información que perjudicaba los movi– mientos militares. A ellos se sumaron los indios, en especial, los mohawk, senecas e iroqueses activos sobre Nueva York y Pennsylvania; y los creek, en Georgia. Hubo necesidad de distraer valiosos elementos para contenerlos. Pero la tenacidad de Washington, su don de mando y su ecuani– midad serán puestos a prueba en grado sumo por las peculiares modalidades militares, econÓmicas y políticas de las colonias. Las tropas estaban mal organizadas; en realidad eran simples milicias, carentes de disciplina y mandadas por oficiales improvisados. Los soldados voluntarios se consideraban libres para poner fin a su com– promiso, cuando necesitaban regresar a sus granjas para atender las cosechas, o cuando el invierno paralizaba las operaciones militares. Las deserciones fueron tan intensas en el invierno del 76 al 77, que el Ejército Continental vio reducido su número a poco más de tres mil hombres. Será necesario que 1'Vashington reclame y reciba en 1777 poderes omnímodos para mantener la disciplina. El financiamiento de las campañas fue otro de los factores capaces de quebrar la más dura voluntad. En efecto, el Congreso carecía de medios legales para imponer o percibir impuestos; sólo podía invitar a los Estados a hacerlo. Pero las finanzas de los Estados tampoco re– sultaban una fuente segura, mal administradas y mal manejadas, sin contar con los celos y la tacañería que muy a menudo surgían: cada uno temía contribuir más que el vecino. Ante la necesidad imperiosa de avituallar adecuadamente al ejérci– to, al Congreso no le quedó otro recurso que recurrir a la emisión de billetes, provocando una enorme desvalorización a corto plazo. Ante el Ejército Inglés pagado en oro, bien vestido y alimentado, las tropas 113

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