Enfrentando los cambios globales: anuario de políticas exteriores latinoamericanas: 1991-1992

304 ALBERTO VAN KLAVEREN En todo caso, las consecuencias negativas que pueden haberse derivado del lugar indudablemente bajo que ocupa América Latina en las prioridades externas europeas se han visto compensadas, hasta cierto punto, por los efectos positivos de la gradual recuperación económica de la región. América Latina ciertamente no ha figurado entre las preocupaciones prominentes de los europeos, en parte también porque la región está mostrando una imagen más estable y normal que en el pasado reciente, pero los vínculos económicos no se han resentido por esa menor prioridad y, por el contrario, se están registrando tendencias bastante favorables en materia de flujos de inversio– nes, que dependen más de las condiciones del mercado que de la atención política, mientras que la cooperación parece estabilizada. No se ha avanzado' en el área más importante y sensible de las relaciones interregionales -el comercio-, pero las posibilidades en este campo dependen del desenlace de la Ronda Uruguay y no de una poco viable negociación directa entre las dos regiones. y en lo político el balance no es tan negativo: el recientemente institucionalizado diálogo entre la Comunidad Europea yel Grupo de Río ha abordado diversos temas importantes a nivel interregional, Europa con– serva su discreto pero valioso compromiso con la pacificación y desarrollo de Centroamérica, que incluso se ha extendido a algunos temas comerciales, y los intercambios de visitas entre las dos regiones no han descendido de manera abrupta. El contexto de las relaciones interregionales Las políticas exteriores de los países europeos se vieron enfrentadas a desa– fíos particularmente serios durante 1991, de los que no siempre salieron airosos. El fin de la guerra del Golfo arrojó un balance más bien magro para Europa. Los intentos de desarrollar una política exterior común y de sentar las bases de una seguridad y defensa colectivas se vieron frustrados. Por cierto, los países miembros de la CE (los Doce) coincidieron desde el primer momento en su condena a la agresión iraquí, adelantándose incluso a las Naciones Unidas en la imposición de sanciones al agresor. Pero a partir de ahí surgieron las diferencias entre los estados miembros más dispuestos a seguir el liderazgo asumido por Estados Unidos y aquellos que, sin desmar– carse necesariamente de las posiciones estadounidenses, pretendían que Europa desempeñase un papel propio y singular en la crisis, en parte para cautelar sus intereses específicosen una región que les resultaba más próxima que a Washington. Los países europeos no lograron unificar sus posiciones en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y su ínvolucramiento en la guerra varió desde la ayuda financiera prestada por la República Federal de Alemania (RFA) hasta la participación plena y activa del Reino Unido. En el plano militar, la coordinación en el seno de la Unión Europea Occidental (UEO) no fue más eficaz. Las diferencias no se debieron tanto a las insuficiencias de las insti tucio– nes de la CE, sino a fadores más profundos, atribuibles a percepciones

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