Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas

ANDRÉS PALMA IRARRÁZAVAL tintas visiones por los partidos políticos, que fueron los grandes estructuradores de la sociedad chilena en la segunda mitad del siglo xx. A esta fuerza emergente de la sociedad civil en el mundo popular, se agregaba el aporte del movimiento estudiantil universitario, caracterizado por ser impulsor de los procesos de cambio y democratización al interior de las universidades, y por establecer amplias redes de servicio comunitario y social. Ello, tanto por su vincu– lación con los partidos, como por el desarrollo de amplias acciones de voluntariado, llevadas a cabo en forma sostenida desde el terremoto que asoló al centro y sur del país en mayo de 1960. Obviamente, todo este avance se interrumpió al establecerse la Dictadura el 11 de septiembre de 1973. Sin embargo, incluso para esta las redes sociales que se habían construido eran lo suficientemente importantes como para no hacerlas des– aparecer. Por ello, más que suprimirse fueron intervenidas, y sus dirigentes designa– dos entre los partidarios del gobierno que se imponía, o los opositores al gobierno depuesto. En cierta forma, esta actitud de la dictadura posibilitaría que, años más tarde, estas estructuras sociales tuvieran importancia en el fin de ese régimen. Así, la idea de que la organización social era importante para el bienestar de cada uno de los miembros de la sociedad no solo sobrevivió a la dictadura sino que se constituyó en una forma de lucha en su contra. Así lo expresó ya en 1978 el que luego sería fundador y primer presidente de la Comisión Chilena de Derechos Hu– manos, Jaime Castillo Velasco, en su manifiesto «Una Patria Para Todos», difundi– do desde su primer exilio en Venezuela. Es importante señalar este valor de la organización comunitaria tanto para enten– der el proceso de articulación social que puso fin a la dictadura, como para apreciar la magnitud de los cambios acaecidos después. La organización social fue fundamen– tal en el proceso social que llevó a la derrota de la dictadura en el Plebiscito de 1988, y a su reemplazo en el Gobierno por las fuerzas democráticas a partir de marzo de 1990. El lento renacer de las organizaciones políticas dentro del país fue fortalecido por la recuperación de la autonomía de tres actores sociales tradicionales: el movi– miento sindical, liderado por la Confederación de Trabajadores del Cobre, que agru– pa a los empleados y obreros de los grandes yacimientos estatales; las Federaciones de estudiantes universitarios, cuyo proceso de democratización se inicia en 1982 en la Universidad Católica de Valparaíso; y los Colegios Profesionales, que son amplia– mente controlados por dirigentes demócratas, apenas se permite su renovación por elecciones, y en algunos casos aun antes. A estos actores tradicionales se suma la red de organizaciones populares que surgen al amparo de la Iglesia Católica, creadas para subsistir con motivo de la crisis económica de 1982, las propias comunidades eclesiales de base, y las organizaciones vinculadas a los derechos humanos, especial– mente las de familiares de víctimas de la represión. Todo lo anterior configuró una situación de gran capacidad de articulación, movili– zación y convocatoria que posibilitó la derrota de la dictadura y la recuperación de la democracia, así como la conformación de una mayoría política que diera estabilidad al proceso que iniciaba el país. Sin embargo, también generó una expectativa de cambios muy profundos y rápidos, que no ocurrieron. El imaginario colectivo de quienes parti– cipaban en estas organizaciones afirmaba que si había sido posible derrotar a Pinochet, entonces era posible cualquier cosa. Y ello no ocurrió de esa manera.

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