Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas
AGUSTíN SQUELLA globaliza, más ampliamente que todo eso, son los modos de ser, pensar, sentir, ac– tuar y percibir de la humanidad, entonces estaríamos a las puertas de lo que fue pronosticado hace dos décadas: «la aldea global». Sin perjuicio de lo dicho antes a propósito de la globalización, conviene pregun– tarse más a fondo, como hace el pensador francés Guy Sorman, si ella entraña un proceso de sustitución de lealtades o uno de ampliación de estas. Si fuera un proce– so de sustitución de lealtades, querría decir que lo que se nos pide en nombre de la globalización es una renuncia a nuestras lealtades locales y nacionales como resul– tado de admitir lealtades más ampliamente planetarias. En cambio, si la globalización fuera un proceso de ampliación de lealtades, lo que nos demandaría sería una ex– tensión de nuestras lealtades locales y nacionales que diera cabida a aquellas de tipo planetario que se nos hacen más evidentes y necesarias que antes. En mi parecer, las identidades locales o nacionales no deberían ser utilizadas como recurso defensivo contra la globalización, como si se tratara del antídoto que podría protegernos de una mala enfermedad que nos amenaza. Lejos de eso, la identidad nacional tendría que ser proyectada al encuentro de la globalización, lo cual exige que cada nación aumente su propio espesor cultural para ser auténtico interlocutor en un mundo que se globaliza, y no mera receptora pasiva de una o más culturas que ganan en hegemonía sobre las restantes. A mí me gusta pensar que la globalización, junto con tener el riesgo de la hege– monía de una cultura sobre las demás, ofrece también la posibilidad de un gran mestizaje cultural, para conseguir el fin de las purezas, aunque no propiamente de las identidades. Utilizando la acertada palabra que emplea José Joaquín Brunner, la construcción de identidades en la aldea global muestra una «hibridación» cultural en curso, en medio de una «época de intensificación del tráfico, el mercado y las industrias culturales». «Identidad», sin embargo, me ha parecido siempre una palabra demasiado fuer– te, incluso cuando se la aplica a los individuos, puesto que nadie es uno, sino más de uno. Somos, cada cual, «un baúl lleno de gente», como dice Antonio Tabucchi a propósito de la obra de Fernando Pessoa. Por cierto, muchas mayores dificultades tengo con la palabra «identidad» cuando se la emplea por referencia a países y ni qué decir a continentes. Por lo demás, identidad es hoy diversidad o, si se prefiere, identidad es hoy identidades, hasta el punto de que lo que se observa en cualquier sociedad abierta de nuestros días no es una identidad al modo de un sello que acompaña de modo indeleble a cada comunidad humána. Lo que se aprecia, por el contrario, son múl– tiples y diversos flujos de identidad -como he oído decir a Diamela Eltit- de manera que el autoconocimiento de tales comunidades no conduce al hallazgo de una iden– tidad propia, única, sino a la identificación de flujos identitarios siempre en curso, y hasta en pugna unos con otros, y a los que es preciso aceptar y con los cuales no queda más que convivir. Por 10 mismo, a lo que tendría que aspirar cualquier socie– dad moderna no es propiamente a la unidad, sino a conseguir aceptables grados de convivencia en medio de la diversidad que ella tenga. Como señaló Carlos Fuentes en su conferencia en La Moneda, en América Lati– na es preciso pasar del discurso de la identidad al de la diversidad, de la pregunta obsesiva y, en cierto modo, paralizante acerca de lo que hemos sido a la cuestión 154
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