Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas
NUESTRA DIVERSIDAD POR DESCUBRIR enunciado que queda muy por debajo de los compromisos que el Estado de Chile ha contraído en materia de derechos culturales a partir de mediados del siglo XX. Con todo, esa declaración nos sirve para advertir que el Estado tiene deberes con la cultura, con lo cual me refiero a deberes en el sentido fuerte del término, a deberes jurídicos, consagrados normalmente en su constitución y en los pactos, tratados y convenios suscritos en materia cultural. Por tanto, todo Estado debe contar con una institucionalidad cultural pública, tal como la tiene en el área de la educación, de la salud o de la seguridad de las personas. Lo que quiero decir es que si el Estado tiene deberes en cada uno de esos campos, incluido el cultural, no puede sino disponer de una institucionalidad que le permita cumplir eficazmente tales deberes. Así las cosas, si el Estado reconoce deberes con la cultura -en general, de pro– mover la creación, producción y difusión de las artes; de preservar, difundir e incre– mentar el patrimonio cultural; y de hacer efectiva la participación ciudadana con fines culturales- tiene que contar, en consecuencia, con una determinada insti– tucionalidad cultural para ello. Ahora bien ¿a qué se llama institucionalidad cultural? Con esta última expre– sión suele aludirse únicamente a los organismos del Estado que cumplen funciones en el ámbito cultural, aunque, en verdad, se trata de algo mucho más amplio y complejo. Desde mi punto de vista, la institucionalidad cultural pública de un país está hecha de los siguientes componentes: políticas culturales públicas que orienten las decisiones igualmente públicas que se adopten en materia cultural y que consti– tuyan asimismo una referencia objetiva, conocida y relativamente estable para los agentes y corporaciones privadas que actúan también en el campo de la cultura; organismos que estudian, adoptan evalúan y renuevan tales políticas, y que, a la vez, definen los planes y programas destinados a implementarlas; personas que se encargan de la gestión de dichos organismos; presupuestos que permiten el funcio– namiento de estos y que retribuyen el trabajo de los funcionarios y proveen a su capacitación; estímulos que favorecen la participación privada en la actividad cul– tural de un país; y regulaciones, tanto de derecho interno como internacional, que dan una base de sustentación normativa a los componentes previamente señalados. Pues bien: Chile, por largas décadas, tuvo una institucionalidad cultural pública bastante inadecuada. Cuando se tramitaba el proyecto de ley que en 2003 creó el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, el pintor José Balmes recordó en una reunión al Presidente Lagos que la primera vez que él había sido invitado a La Moneda para hablar de una nueva institucionalidad cultural fue hace cincuenta años, cuando gobernaba Carlos Ibáñez del Campo. Nuestra institucionalidad cul– tural, hasta la creación del mencionado Consejo, tenía un carácter fragmentario y disperso. Fragmentario, puesto que había varios organismos públicos, de muy dis– tinta naturaleza jurídica y posición dentro de la administración del Estado; y dis– perso porque tales organismos dependían de distintos ministerios. Ese doble carác– ter negativo fue el que trató de corregirse impulsando una legislación que instala en el país una nueva institucionalidad cultural, que permitiera también un mejor cum– plimiento de los ya mencionados deberes que el Estado tiene para con la cultura y permitiera igualmente establecer mejores condiciones objetivas, para que la crea– ción y producción artística, el patrimonio cultural y la participación ciudadana con fines culturales pudieran tener un mayor grado de desarrollo. 145
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