Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas
AGUSTíN 5QUELLA vivir, tales como viviendas, vehículos, carreteras, jardines, naves, computadoras, agujas, relojes y demás utensilios prácticos. Como ustedes advierten, una definición semejante de cultura es demasiado am– plia, sobre todo a los efectos de este seminario y, en particular, del texto que ustedes tienen la paciencia de escuchar en este instante. Entonces, aquí vamos a hablar de cultura, de cultura en Brasil y en Chile y, en el caso de mi intervención, de cultura en Chile durante las últimas décadas. De las últimas décadas, he dicho recién y añado ahora: ¡vaya cantidad de tiem– po que es preciso cubrir! Una tal cantidad que me obliga a concentrar esta ponencia en los últimos quince años, período en el que me ha correspondido ser a la vez protagonista y testigo de la vida cultural en mi país, aunque tengo que decir que de esas dos condiciones, seguramente por motivos de carácter, me acomoda más la de testigo que la de protagonista. Por lo dicho antes, esta ponencia utilizará la palabra «cultura» en un sentido más restringido que aquel del que dimos cuenta hace algunos instantes. Tomaremos dicha palabra en cuanto con ella nos referimos a la creación, producción y difusión de las artes; a la identificación, cuidado e incremento del patrimonio cultural: y a la participación ciudadana con fines culturales. No nos referiremos, en consecuencia, a cultura como valores, creencias, pautas de comportamiento y modos de vida más firmemente arraigados en una comunidad cualquiera, no obstante que en Chile se han producido cambios de importancia en tal sentido durante las últimas décadas. Cambios graduales, inicialmente insensibles, muchas veces subterráneos, y que nuestras élites y los medios de comunicación que ellas gestionan empezaron a per– cibir tarde y a reconocer casi a regañadientes. No vamos a decir aceptar, puesto que ello importa mucho más que simplemente percibir y reconocer tales cambios. Sin embargo, permítanme una breve reflexión sobre este último aspecto. Si llamamos pluralidad al hecho de existir en una sociedad distintas y aun con– trapuestos valores, creencias, pautas de conducta y modos de pensar y de vivir, y si llamamos pluralismo a la actitud que consiste en ver en la pluralidad un bien, no un mal y ni siquiera una amenaza, es un hecho evidente, al menos para mí, que en Chile tenemos bastante más pluralidad que pluralismo. Por otra parte, si Hamamos tolerancia pasiva a la virtud que consiste en resignarnos ante la existencia de valo– res, creencias, pautas de comportamiento y modos de vida distintos de los nuestros y que por alguna razón reprobamos, y si denominamos tolerancia activa a la dispo– sición a conocer esos otros valores, creencias y modos de vida, a entrar consciente– mente en diálogo con ellos, a dar razones en su contra y a estar dispuestos a escu– char con lealtad las que ellos puedan damos y, eventualmente, a modificar nuestras propias convicciones y pautas de conducta como resultado de ese encuentro y diá– logo, en Chile lo que tenemos hoyes más tolerancia pasiva que activa. Cabe señalar, asimismo, que tocante a la cuestión de la pluralidad, siempre es posible distinguir entre la diversidad que existe al interior de una sociedad, la diver– sidad que percibimos, la diversidad que expresamos y, por último, aquella diversi– dad que estamos realmente dispuestos a aceptar, aunque sea desde la perspectiva de una tolerancia meramente pasiva. Ofrezco esas distinciones, porque la pluralidad que existe es siempre mayor que la que percibimos, la que percibimos es también mayor que la que expresamos en nuestros discursos y, en fin, la pluralidad que
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