Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas
JOEL RUFlNO DOS SANTOS randeros etc., que terminan por resucitar al animal con una inyección en el trasero. El propio dramatismo termina con la fiesta de resurrección. El principal elemento del buey, la parte importante de él, es el deseo de la negra esclava. Al reconocer este deseo, el negro (padre Francisco o Mateo) coloca a la mujer (Catirina) y a sí mismo como seres humanos, algo impensable para el amo que los ve como cosas, instrumentum vocale según el derecho de la época. Los negros anónimos que inventaron la historia fueron capaces de atravesar siglos-en esta cultura, como se diría actualmente- se reconocían implícitamente como deseo– sos y según eso, representaban a sí mismos y al amo que se oponía a la realización de su deseo. No es de extrañar que padres y obispos, los intelectuales orgánicos de la sociedad esclava (que duró cuatro quintos del período de nuestra historia), exi– gieran del Estado el término del juego del buey. No solo corría peligro el orden público sino el propio orden social y, en última instancia, también el propio orden del mundo. Muchas cosas del jueguito del buey molestaban a la «buena sociedad» brasileña, que todavía hoy comienza invariablemente el23 de junio -coincidiendo con el día de San Juan portugués- y termina el 30, el ruido, la lujuria, asociación de sexo y peligro, la promiscuidad, lo salvaje, el mal olor. Pero el hecho más inacepta– ble era el carácter de representación del Buey, más por su significado que el espec– táculo. Surgiendo de la profunda África, ese representante del Buey Apis escapa a la definición, y por lo tanto, al control de la política. La historia del fútbol brasileño, así como la música popular, puede explicarse a través de lo que llamamos interacción cultural, más depurada que las demás. Los extranjeros suponen que tenemos una gran bibliografía analítica sobre el fútbol, en el «país del fútbol». No es así, ni en ficción. Nelson Rodrigues podría decir que hace treinta años que no hay en la novela brasileña «una única persona que sepa hacer un miserable comer». Cuando la selección brasileña conquistó el bicampeonato mundial en 1962, en Chile, ni el gobierno (loao Gulart) dejó de ser devastado por la ola golpista que barrió todo el continente, pero esto es solamente un capítulo (in– vertido) del dominio de la política sobre la cultura. Desde la dictadura, consolidada en 1968, empieza la disputa, que sigue hasta hoy, entre dos conceptos sobre el fútbol brasileño: arte del fútbol versus fuerza del fútbol (o los resultados). En la CBF (Confederación Brasileña de Fútbol, organismo máximo) hasta los loros se cua– dran, se decía en ese entonces. La forma brasileña de jugar (dionisiana, diría Gilberto Freyre), nació entre los años 20 y 40 del siglo pasado, cuando este deporte tomó distancia del origen británico, se masificó y se profesionalizó. Era un legítimo pro– ceso cultural autónomo (con relación al Estado y al mercado), desdoblamiento de la samba y la capoeira, capaz de establecer los parámetros del «mejor fútbol del mundo», como decían los orgullosos hinchas. La capoeira le dejó de herencia al fútbol el arte de engañar, simular, seducir (dribble, para los ingleses), que para el negro urbano es una estrategia de sobrevivencia. Esa manera de ser tiene un signi– ficado popular, opuesto al de la élite brasileña anglófila (el fútbol llega a Brasil con los ingenieros, técnicos y financieros ingleses), y hacía realidad, al mismo tiempo, un deseo de las masas urbanas, que venía de su sensualidad y de sus antepasados. Era, como dicen por ahí (Muniz Sodré, Baudrillard), cultura de la seducción. En los años 50, este arte popular sofisticado se nacionaliza, lo que en nuestro caso significa apropiación por parte de la política, de igual forma que el idioma, la radio,
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