Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas

IDENTIDADES DE GÉNERO En sus inicios, la política de la dictadura se manifestó como arrasamiento total de los signos corporales de las diferencias (la aniquilación del otro fue el extremo de esta política). Si el pelo largo y las barbas estuvieron estigmatizadas para los hom– bres por su mimesis con el modelo del «revolucionario» (recordemos toda la sim– bólica castrante de los cortes de pelo que se exhibía por la TV), en los primeros meses del Golpe los pantalones usados por las mujeres fueron también motivo de sospecha. Las mujeres con faldas y los hombres con el cabello corto constituyeron la imagen de una suerte de restauración disciplinaria de lo que el régimen había considerado un «mundo al revés», un pachacuti que había que resolver, y lo intere– sante es que tomó clave de género. La alegoría de los «machos tristes» que Darío Osses dibuja en su novela del mismo nombre, pone de manifiesto esta «herida» en la masculinidad de izquierda arrasada por el golpe (los vencidos): ya no más espa– cio de la noche y la juerga; ya no más discusiones interminables; ya no más cuerpos rebelados: hay machos (los vencedores) más poderosos y violentos que imponen ahora las reglas. Frente a los modelos dominantes, una subterránea contrarespuesta fue gestándose en la medida en que se rearticularon diversas organizaciones de mujeres, y sobre todo cuando la reflexión feminista comenzó a producir un conjunto de interpretaciones ligadas a prácticas que contribuyeron a tejer un horizonte de cambios donde la noción de igualdad y transformación radical de las estructuras culturales fue tomando fuerza. La década de los 80 estará signada por la aparición de un discurso femenino que persigue y lucha por la democracia en Chile, pero al mismo tiempo reclama una alteración profunda de las relaciones de género entendidas tam– bién como relaciones de poder. Las vivencias de la opresión y del poder omnímodo del Estado fueron el escenario propicio para repensar todas las formas de poder. Es la plaza donde Lumpérica está sola y asolada por fuerzas que la interpelan, es la huerfanía de las instituciones, es la condición de «huacha», pero también es la modulación de una palabra propia en medio de las apropiaciones del cuerpo social entero. Será este el momento en que otras diferencias se enfrenten, dialoguen y fecun– den una nueva manera de encarar las desigualdades. Me refiero al hecho de que la pluralidad de rostros que conformaron las organizaciones de mujeres en la dictadu– ra pondrá de manifiesto que la identidad «mujer» en tanto esencia no existe y que la condición de género se experimenta de modo particular de acuerdo a la clase, a la etnicidad y a la generación. Los grupos de mujeres mapuches, aymaras, campesi– nas, pobladoras, de jóvenes, lesbianas, entre otros, proponen una interrogación sobre la igualdad en la medida en que al concepto sociológico de <da mujer» se estrella con las diferencias étnicas, de clase, de opción sexual. De este modo, la noción de diversidad tejerá un discurso que propiciará la desencialización de las identidades femeninas, no obstante que el sujeto que se construía como oposición a la dictadura se condensara en el concepto «mujer». Lo múltiple, lo plural, lo diver– so se contenía en ese término que interpeló con fuerza a la cultura autoritaria y al disciplinamiento de las mujeres como resguardadoras del orden militar. Pero también la simbólica materna ocupó un sitio en esta renovación de los paradigmas que se gestaban. Me refiero a la figura de las madres y de las esposas de los detenidos desaparecidos, que si bien no alcanzó los ribetes que en Argentina, la figura maternal y conyugal con las fotos de sus hijos o esposos adosados al pecho, se incrustó para siempre en el imaginario social haciendo aparecer lo ético como I2.5

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