Brasil y Chile: una mirada hacia América Latina y sus perspectivas

SONIA MONTECINO AGUIRRE adopción de la minifalda y del bikini, prendas que de algún modo circulan, en el imaginario social, como los fetiches y representantes de la libertad sexual femenina (Sanfuentes, 2003) y el autogobierno del propio cuerpo. Del mismo modo, la ope– ración semántica de la noción de «unisex» que trajo consigo el uso de pantalones por parte de las mujeres escribió en sus siluetas, sin un discurso político articulado, la idea o la búsqueda de igualdad con los hombres. La incorporación del pantalón como indumentaria cotidiana de las chilenas de la época expresa metafóricamente el acceso a la calle, al mundo laboral y al político (recordemos que ya tenían el derecho a elegir y a ser elegidas). Junto a la simbólica de la madre y de la mujer «moderna» transitará el de la joven, la «lolita», como amalgama de un doble signo de liberación: de género y generación. Los jóvenes se perfilaban como una categoría social emblematizada por la subversión a 10 establecido, sobre todo de las estructuras de la familia. La constelación de las ideas del hippismo (haz el amor y no la guerra) pondrán a los y las jóvenes como vanguardia de una modernidad que se rebelaba contra las opre– siones del cuerpo y contra las pulsiones de muerte implícitas en los sucesos históri– cos de la época (como la guerra de Vietnam). Pero, la «Jolita», encarnó mucho más el ideal de un cuerpo femenino y joven, amoroso y dispuesto al goce y a la exhibi– ción (las películas «New Love» y «Música Libre» son testimonio de ello). Diríamos en clave psicoanalítica que es la hija seductora y rebelde que pugna por desplazar a la madre y a su lenguaje sacrificial. Pero las modulaciones de 10 femenino, sobre todo en los inicios de la década del 70 y con la Unidad Popular, se extienden hacia otras posibilidades. Salvador Allen– de propició un discurso de ruptura con los modos jerárquicos de apelar a la autori– dad, al autodenominarse como el «compañero» presidente. Por otro lado, la hege– monía discursiva de los partidos de izquierda contribuyó a que la palabra compa– ñero se difundiera como paradigma de un nuevo tipo de relaciones interpersonales. Así, en el habla cotidiana el término adquirió una gran polisemia, pero siempre referido la ruptura con las jerarquías y a la búsqueda de igualdad entre las clases, entre los burgueses y el «pueblo» -recordemos que el «pueblo» era ya una catego– ría reconocida como sujeto históric0 2 -. Pero también connotaba la horizontalidad de las relaciones entre hombres y mujeres: la compañera y el compañero eran sinó– nimo de vínculos erótico-amorosos sin la traba del matrimonio, de relaciones sexuales y afectivas, más allá de toda institucionalidad. Sin embargo, si nos adentramos en otras facetas de la noción de «compañera» y analizamos, por ejemplo, el himno de la CUT que se voceaba en muchas manifestaciones de la época, veremos otras con– notaciones: «Yo te doy la vida entera, te la doy te la entrego compañera, si tú llevas la bandera, la bandera de la CUT. Aquí va la clase obrera hacia el triunfo querida compañera y en el día que me muera mi lugar lo tomas tú". La compañera, a cambio del amor total de su amante, debía suscribirse a su lucha, pero además adquirir protagonismo solo una vez que este desapareciera. Así, ser la compañera Como dice María Angélica IIlanes: «Todos los sectores sociales pusieron en ese signo (el pueblo) su mirada; desde los años 60 en adelante los desposeídos se fueron convirtiendo en sujetos históricos, reconocidos y legitimados por el discurso de la sociedad entera e incluso por las estructuras de poder» (2002: 138). 122

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