La Odisea en la Odisea: estudios y ensayos sobre la Odisea de Kazantzakis

74 y eso era una pena secreta en las entrañas del arquero. Y esa noche con ella soñó – como si estuviera allá -, en el palacio venerando de su padre, y arriba fulguraban / las estrellas, y su madre, pálida como la cera, agonizaba en el lecho. Y Odiseo, de hinojos, la mano muy blanca sosteníale y percibía cómo su sangre morosa se detenía poco a poco y la dulce tibieza velada de la vida se iba apagando. Toda la noche acariciaba sus cabellos sudorosos, albísimos; ya sus ojos se volvieron vidrio, profundamente hundidos. Pálido, doblado, la besaba y los labios le temblaban. ―No tengas miedo, madre mía; sólo un sueño estás viendo / y volverás a despertar, para que llames en el patio a tus criadas, a las nodrizas que se vistan, y el viejo quehacer diario de la casa recomience. Te diré, madre, el secreto, que tu corazón se alegre. Ayer por la noche tu nuera despertó atemorizada, un gran golpe sintió de improviso en su vientre con fruto; ¡y dentro de poco tomarás en tus manos al nieto!‖ Hablaba el hijo así, e impasible la madre dulcemente recibía en todo su cuerpo, ya pesado, la nueva regocijante, igual que recibe nuestra madre tierra la llovizna ligera. Y el hijo, para no cortar con el silencio la hebra de la felicidad, agachado, sus ojos besa y continúa hablándole: ―Madre, ya se acerca la mañana, y el gallo va a cantar, y el mal-sueño que te ha afectado se desvanecerá; y en la mañana, cuando te levantes bien y se despeje la cabeza, risueña a todos nos llamarás y nos darás su explicación: matrimonio es en los sueños la muerte, bueno sea y bendecido; sólo que la vi muy a lo vivo y mi corazón sufrió; ¡pero aquí está mi buen hijo que siempre me consolaba! ¿Me escuchas, madre mía? ¡Sonríe y mueve tus ojos!‖ La noche entera clamaba el hijo y luchando sostenía en sus brazos con manos invisibles a la madre para que no parta; pero el gran octópodo, Caronte, la arrastraba de los pies, que ya se helaban, y se extendía, mudo, subiendo sus tentáculos en sus viejas y delgadas piernas, las rodillas, la cintura; y el hijo infeliz, impotente y doblado, iba siguiendo su ascenso hasta que tocara el tibio corazón y la madre expirara. Toda la noche retenía a la mujer entre sus brazos,

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