La Odisea en la Odisea: estudios y ensayos sobre la Odisea de Kazantzakis
259 Su presencia toma generalmente la forma que le ha moldeado la moderna mitología popular griega: la figura de Caronte, el negro caballero del «mundo de abajo» el kato kosmos, del lóbrego y subterráneo Hades, lugar del exilio sin retorno, donde los hombres están sometidos a un solo dolor interminable, la nostalgia infinita por la vida perdida, por el mundo de los vivientes. Esta concepción, extraordinariamente arraigada en un pueblo cristiano, ha sido señalada como un fenómeno curioso de supervivencia de creencias paganas. Domina en toda la mitología popular y en los cantos anónimos, los miroloïs, poemas de la fatalidad, con los cuales se llora a los muertos y se narran las correrías del negro señor del Hades a la caza de humanos. Así pintan al personaje unos versos demóticos: Helo allí por donde cruza, por los valles cabalgando, negro es, de negro viste, negra es su cabalgadura; lleva puñal de dos filos y espada desenfundada; para la cabeza espada, puñal para el corazón... La muerte es uno de los personajes más importantes de la Odisea. Es como el verdadero compañero de Ulises. Ante él se presenta en diversos aspectos: como un anciano caminante lo espera una tarde bajo un árbol; llega a tomar la figura de héroe errante, en copia del todo fiel; como un gran mosco se deja ver en el medio de África. Aparece en el palacio de Knosos cuando, en una visión impresionante del futuro, Odiseo ve surgir en la noche, en fantasmagórica procesión, al rey, sus cortesanos y Helena, todos cadáveres en descomposición, precedidos por Caronte, que ha abandonado su aspecto normal de ser viviente, para convertirse en sonriente y ceremonioso esqueleto: Salió primero el gran Caronte, pastor-de-grandes-rebaños, pintados de rojo los huesos y con tierra en los ojos y llevaba una ave pequeña —era un cuervo— en su puño abierto; entró, saludó a derecha-izquierda, pero nadie lo vio. Detrás aparecieron los capitanes del mar, y erguidas en sus cabezas ondeaban al viento unas alas azules; llenas estaban sus narices y axilas con unas perlas tenues, los huevos-de-los-gusanos-de-la-muerte, que todavía no se abrían. Con alas encarnadas aparecieron también los capitanes de tierra, y sus viejas llagas recién pintadas ríen como labios de hetera. Gentilmente se vuelven y saludan, pero —tambores— / sus vientres verdecían y el musgo primaveral ya los cubría. Derechos sus ojos pintados miran hacia el pórtico: y lentamente aparece el soberano —un pícaro mono dorado— y cuatro muchachos le llevan su cola de pavo real, y movió Caronte sus manos dándole la bienvenida. (Rapsodia VIII, v. 153-168.)
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