La Odisea en la Odisea: estudios y ensayos sobre la Odisea de Kazantzakis

174 y sus peplos ondeaban albísimos, alas agitadas, con dos grandes grumos de sangre espesa debajo / de los brazos. ―¡Helena!‖ – gritó el-de-las-manos-veloces, y cogiendo el / gran arco ancestral, e hincando la rodilla en la cubierta avizora fijamente mar y tierra, para defender esa hermosura. Ve la mujer la cólera honda del varón y regocíjase; olvida su dolor, sonríe levemente, fulguraron sus lágrimas, y un esplendente arco iris envuelve a la embarcación. Sonríe el-de-mil-padecimientos dulcemente en su sueño; le apreció que de repente se rejuvenece y la tierra da / una brisa fresca, y está en un monte elevado y es el amanecer, y los amigos / lo acompañan, y él se despide y, novio, parte bajando para buscar a / la esposa, y se ciñe risueño a modo de cinturón el arco iris. ―¡Helena!‖ – gimió de nuevo; diríase por un cañal que / la persigue tenebroso y lloraba como ave nocturna. Pero como levantárase sobre su amplio pecho / una ráfaga fuerte, desgarráronse y volaron los peplos de la mujer. Lanza el capitán un alarido y se incorpora en la proa; aún esplendía en sus ojos aquel cuerpo divino desnudo, y la sangre de las axilas destilaba como tibios pétalos de rosa. Los hombros palpitaban, se agitaban, como si ansiaran sin brazos levantarse, sin brazos abrazar; y vibra en su entraña todavía el clamor desesperado de / Helena: ―¡Auxíliame!‖ 287 Al despertar, Odiseo ve claro el rumbo que tomará su nave. Van ahora hacia Esparta. Luego de desembarcar y mientras camina con un compañero, Centauro, en búsqueda de un carruaje para llegar a la ciudad, Odiseo mira el boj con un cristal omnividente, que le había regalado Calipso y que piensa obsequiar a Helena. Allí, en ese cristal, ve cómo se desvanecen su patria, sus bienes, el hijo, el padre y la esposa. En cambio, en la luz rosa del alba, Ulises 287 Ibídem, III, 273-301.

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