La Odisea en la Odisea: estudios y ensayos sobre la Odisea de Kazantzakis

173 / Lucero-del-crepúsculo. Y Helena vagaba quedamente por los laureles-rosa / del Eurotas; sus ojos seductores levantó hacia el astro presuntuoso; huele una flor muy amarga de laurel rosa y retorna su pensamiento al pasado, a las riberas sangrientas. Contemplaba los cuerpos que brillaban en el ígneo llano, no distinguía amigos de enemigos, admiraba los pechos, las espaldas velludas y los muslos, / las barbas enrojecidas, y se regocijaba porque se daban muerte a causa / de su sonrisa. Y ahora que en el ocio se marchita y que pasea sola por los ribazos desiertos y de flores amargas aspira / la fragancia, la tomó una mala pena y se ahoga su garganta: ―No la soporto; no es ésta vida; mi tersa flor se marchita sin manos de varón que la acaricien. Para cuidados de hogar y soledades no estoy hecha, / en verdad. Conviérteme, oh Dios, en un dulce manzano para estar / en el camino, y cárgame con abundante fruto para que me coman / todos los viandantes‖. Y sus manos eleva al astro fulgurante / del pórtico-de-la-noche: ―¡Ay, si viniera, Dios mío, la nave raptora otra vez!‖ 286 Esa noche, en su embarcación, Odiseo se entrega al reposo y en el sueño viene hasta él la visión de Helena, que le pide auxilio: Y cuando cerró los ojos, desde las cimas de las sierras, / a siniestra, blanco pajarillo, bajó el sueño y se posó en la proa: vertió aurora en sus párpados, rosa-amaneció su espíritu: a Helena, la-de-densas-cejas, en el éter divisó resplandecer. Húmeda, lucía cual marfil su piel de nardo, diríase que lluvia torrencial o llanto la había recién empapado, 286 Ibídem, III, 221-241.

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