La Odisea en la Odisea: estudios y ensayos sobre la Odisea de Kazantzakis
133 en la mesa. Nausícaa, la hermosa por don de los dioses, apostada en la puerta del rico salón admiraba con los ojos bien fijos a Ulises y al cabo, dejando que escapase su voz, dirigióle palabras aladas: ―Ve extranjero, con bien: cuando estés en los campos paternos no te olvides de mí, pues primero que a nadie me debes tu rescate‖. Y Ulises, el rico en ingenios, repuso: ―¡Oh Nausícaa, nacida de Alcínoo el magnánimo! Zeus, el tonante esposo de Hera, me cumpla ese voto y que, vuelto a mi hogar, goce yo de la luz del regreso. Cada día en mi casa te habré de invocar como a diosa y por siempre jamás, que tú, hija, me diste la vida‖ 223 . Parece haber una queja escondida en las palabras de la joven princesa y acaso también una intención escondida en el tratamiento de ―hija‖, koure, con que le responde Odiseo. Una impresión de belleza luminosa, de pureza diáfana, deja la imagen de Nausícaa. Y así, Oscar Gerardo Ramos en su poema puede compararla con la luz griega precisamente: La luz de Grecia se mira con los ojos; se siente con el cuerpo como una ternura virgen, como las palabras de Nausícaa que en la isla de Esqueria caían sobre el pecho del atormentado / viajero, ansioso de tornar a la comarca amada. Cuando, en este poema, que es una meditación del Odiseo anciano, éste recuerda la isla de los feacios, compara esa tierra de bienaventuranza, donde regía la fraternal justicia, y que él entrevió en sueños, con la tierna cintura de Nausícaa en su alboral presencia de rosa: Vi en mi jornada última, tras el naufragio último, esa dorada isla de Esqueria que regía la fraternal justicia. La entreví con mis sueños. La vi con estos ojos que ataron tempestades: era como la tierna cintura de Nausícaa en su alboral presencia de rosa; allí, sin prisas, hubiera apaciguado mis músculos guerreros 223 Ibídem, VIII, 453-468.
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