Hacia una historia del ambiente en América Latina: de las culturas aborígenes a la crisis ecológica actual

57 El triunfo de la ciudad-capital significó el aplastamiento de las economías agrarias pequeñas y de las industrias artesanales del interior que habían logrado generar una tecnología propia. La entrada indiscriminada de manufactura extranjera, estimulada por la política del gobierno central de cada país latinoamericano, liquidó todas las posibilidades de crear una industria nacional, con una tecnología adecuada a las posibilidades del país. Más todavía, los artículos extranjeros cambiaron la forma de vestir, las costumbres e incluso la dieta alimenticia. La dependencia se expresó no sólo en lo económico sino también en lo cultural. La preponderancia del comercio extranjero era tan notable que en la zona céntrica de las grandes ciudades, como Buenos Aires, México, Santiago, Río de Janeiro, Lima, etc., se escuchaba hablar en inglés o francés a numerosas personas. Hasta las costumbres cambiaron en sectores de la clase dominante y de la pequeña burguesía. La guitarra fue remplazada por el piano de cola y el mate criollo por el whisky. No solamente hubo una dependencia respecto de las metrópolis europeas sino que también se estableció una forma de dependencia o colonialismo interno entre la capital y las provincias, fenómeno que aceleró el proceso de subdesarrollo de las regiones del interior. La ciudad se apropió de gran parte del excedente económico generado en las provincias, consumándose de este modo la división del trabajo entre el campo y ciudad. “La burguesía criolla –sostiene José Luis Romero- había heredado, en el mundo hispánico y en algunas ciudades brasileñas como Recife, Sao Paulo y Río de Janeiro, la convicción de sus mayores acerca del papel hegemónico de las ciudades como centro de la región, desde el que se comandaba la vida del contorno rural. Y esta convicción se afirmó cada vez más, a medida que la sociedad urbana se penetraba de la mentalidad mercantilista. Mercantilistas y capitalistas eran las civilizaciones hegemónicas –las de Inglaterra y Francia- y la burguesía criolla creyó, como sus abuelos hidalgos, que las ciudades eran focos de la civilización… Las ciudades se ruralizaron en alguna medida, pero sólo en su apariencia, en las costumbre y las normas, en la declarada adhesión a ciertos hábitos vernáculos. En el fondo, la sociedad rural fue reducida poco a poco, otra vez, a los esquemas urbanos… Después de 1870 empezó el lento cambio de otras ciudades. Varias adoptaron la iluminación a gas, introdujeron los tranvías a caballo, perfeccionaron los sistemas de aprovisionamiento, comenzaron a pavimentar algunas calles y mejoraron los servicios de seguridad. El crecimiento de la población se tradujo en una extensión de los viejos suburbios y en la aparición de otros nuevos. La estación de ferrocarril fue, como los puertos, un núcleo singular de desarrollo urbano… Muchas ciudades mejoraron sustancialmente su infraestructura. Se remodelaron muchos puertos, construyendo o ampliando las obras de defensa, los muelles, los depósitos, las grúas las vías férreas; y en relación con las epidemias que se transmitían por vía marítima, se establecieron los servicios sanitarios: fue Osvaldo Cruz quien dio la más tremenda batalla contra la fiebre amarilla en Río de Janeiro. Para completar la obra de higienización de las grandes ciudades no sólo hacía falta la atención médica preventiva. Se emprendieron obras de drenaje y las de aprovisionamiento de agua corriente. Ríos y arroyos empezaron a ser entubados, y sobre alguno de ellos corrían importantes avenidas, como la Jiménez de Quezada en Bogotá o la Juan B. Justo en Buenos Aires. La iluminación

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