Ars Moriendi: reflexiones en torno a la muerte

32 el pasillo de la casa, es su aroma perdido en el amanecer, atardecer y anochecer. Es el camino hacia la Sierra Gorda de Querétaro. Es la desesperación de la ausencia. Mi padre sabía que iba a morir, de la misma forma que todos lo sabemos. Si bien el arte de la literatura por sí mismo es alegórico y metafórico, es oportuno abrazarlo para que, al rescate de la experiencia vivida del hecho de la muerte, esta sea transfor- mada en una experiencia vivencial participativa. En este sentido, el pequeño texto de Crónicas y leyendas (Argueta, 2002) hace referencia a la tradición de Día de Muertos en México, en un recorrido por la ofrenda, la leyenda de la catrina y cómo se suscitan las visitas a los camposantos (panteones). “La muerte, y póngale el nombre que quiera; catrina, calavera, calaca, huesuda, flaca, fría, tilica, ciriaca, tiesa, pelona… Ya está aquí la tía de las muchachas” (Argue - ta, 2002, p. 4). Hay tal diversidad de nombres dados a la muerte que a lo largo del tiempo se dan justo a la llegada del día primero y segundo del mes de noviembre. Los mexicanos preparan los insumos para la ofrenda, ritual que da la bienvenida a los santos difuntos, a los seres queridos, a nuestros muertos. La ritualidad de la fiesta es una forma eficaz de combatir lo efímero de la vida. Andrés Moctezuma alude a la muerte “como una poética que sacude esa manera nuestra de dotar de sentido a la vida, eliminando a la muerte, haciéndole cara” (2007, p. 7). La supuesta venida de los muertos en esos días de noviembre es un mito, pero a su vez es una realidad que poco es cuestionada, ya que es parte de la vida de una cosmogonía del ser de México, que por medio de los mitos y leyendas ha construi- do una identidad que ha sobrepasado sus propios límites fronterizos. Entre el papel picado, las flores de cempasúchil, los inciensos, las veladoras, las velas de sebo y los alimentos de los dioses, como el pulque, el mezcal, el aguardiente, los tamales, la fruta, el mole, la calabaza en piloncillo y uno que otro gusto se conserva la creencia de que a la ofrenda llegan las almas de nuestros muertos. Y en espera de la caída de la noche, se espera sin esperar. Solo la creencia fortifica la esperanza de que nuestros muertos vienen ese día y se llevan las esencias de los alimentos, dejando vacíos… vacíos. ¿Será que mi padre tiene seis años viniendo a la ofrenda que se prepara en su casa, en la casa de sus hijos?, ¿cómo le hace para ir a todos lados? Dice Argueta (2002) que el Día de Muertos es una especie de diálogo que permite hablar con los que se fueron, con los que se adelantaron; es un acto mágico y sagrado. En ese mismo tono, entonces, la comunicación que se entabla en cada ofren- da, en cada espacio, es única e irrepetible. Es una relación de memoria, pero de una memoria colectiva, parece ser individual porque en cada casa el ritual se lleva a cabo. Argueta hace la invitación a no dejar morir a nuestros muertos: “Quien deja morir no tiene memoria de origen; se diluye poco a poco” (2002, p. 5). En otro sentido, y en

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