Ars Moriendi: reflexiones en torno a la muerte
29 cuestión, a esa familia en particular, como si el hecho de la muerte fuese un hecho discriminatorio: “¿por qué a mí ?”, reza un dicho común. Rimpoché (2010) sugiere a una mujer ir al pueblo y preguntar quién no ha te- nido una ausencia, sin saber que todas las personas han pasado por esa experiencia, mas ahora ha sido tocada por esa tragedia. No es mi muerte, es la muerte de esa persona cercana, una muerte en segunda persona, dice Jankélévitch, una experiencia tangencial, que toca ser reflexionada; no solo desde la primera persona como un he - cho aislado y único, sino como una experiencia de dos, el que se va y el que se queda, “la filosofía de la muerte está hecha para nosotros por su proximidad” (2024, p. 12). Creo que es momento de decir que ¡ha muerto mi padre! Debo decirlo así, debo aceptarlo, porque bajo esta premisa de filosofar la muerte, me doy cuenta de que, con ello, debo asumir que, cuando me he referido a la ausencia de ese ser que- rido, hablaba de mi padre; postergarlo sería no aceptar el hecho de su muerte. Sí, parece que lo dije así, sin miramiento, pero han pasado seis años de su deceso y no lo había dicho con esas palabras, con esa firmeza. Lo dije y no se quebró mi voz, no hubo lágrimas que inhibieran la vista al momento de escribirlo. Así pues, mi padre ha atravesado el umbral de lo material, alegóricamente es parte del espectro de las estrellas, está en la tierra, en el aire. En apariencia, su vida ha sido con- cluida y la mía ha continuado; no soy su prolongación de vida, soy una vida separada de él, que de él nací — sí —, de él soy carne y sangre, de mi madre soy pensamiento y acción, aun así, cada uno tiene su propia vida y, por lo tanto, su propia muerte. Nadie muere al mismo tiempo que queda vivo, o tal vez sea otro tipo de muerte, otro tipo de vida. Pedro Páramo dejó morir a su pueblo en vida (1982), cuando se hizo de su trage- dia una fiesta banal. Por otro lado, en El llano en llamas , también de Juan Rulfo (1987), se hace hincapié en el sin-sentido de la muerte cuando un anciano dice: “Diles que no me maten (…) Que por caridad (…) que no lo hagan (…) diles que ya estoy viejo” (p. 101). Aquí, la muerte estaba anunciada, solo era cuestión de tiempo. Precisamente, dichas evocaciones están latentes en un espacio extraviado, palabras que hacen presente la ideología y pensamiento de la persona ausente, su vida y su obra como actos que con- forman el pasado, así como el presente. En esas palabras estamos vivos con las personas que ya no están. Hay memorias en sustitución de aquellos tiempos o momentos de vida compartida, tal vez sean estos pequeños actos lo que hace inmortales a las personas. En El libro egipcio de los muertos , capítulo dos, se narra cómo Isis creó el re- medio que hace inmortales a los hombres. Menciona que veían al “universo como un inmenso sarcófago cósmico” (Champdor, 1982, p. 35), entonces, Osiris ocupaba el centro del mismo como un segundo nacimiento. De esto, dice Jankélévitch en la entrevista a Daniel Dine que “la inmortalidad no es vivir cien años ni ciento cincuen - ta, o más, es no morir, y eso es impensable y absurdo” (Jankélévitch, 2024, p. 19).
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