Decolonialidad y comunidades posibles

152 Como se puede observar, son los mismos parámetros de siempre: recuperación de sus viejos valores y todos aquellos elementos que reestablecen y vuelven a reconstituir su sociedad del siglo XIX. Cabe la pregunta de cómo es posible que esto, que se suponía superado, vuelva a ser tomado en cuenta por la población, cómo es posible que esta escuche y se maraville con estos discursos rancios y agripados. El análisis que se despliega aquí requiere ser discutido, por tanto, está sujeto a otras miradas. Pero, podemos señalar, por un lado, que hay una suerte de cansancio con el proyecto progresista, debido a que este no logra entrar del todo al siglo XXI (excepto un sector vinculado, por ejemplo, a partidos más sensibles a los cambios como el Frente amplio en Chile y Uruguay y partidos similares en otros lugares) y construir una narrativa lo suficientemente coherente y orientadora para el futuro. Podríamos decir que el progresismo tradicional, igual que la derecha, se encuentra golpeado por las demandas de identidad y de rediseño social, exigido por los movimientos feministas y de diversidad sexual, enarbolando la misma retórica de los años 1950. No logra comprender que el mundo cambió y es necesario empaparse de esa renovación y redefinirse. Frente a este vacío narrativo en la sociedad, la ciudadanía se encuentra en un limbo, sin saber qué hacer. Es allí cuando la derecha toma la delantera, logra hilvanar algunos elementos y comienza una campaña cada vez más poderosa de reinstalación de sus viejos valores, pero no dirigida a todos, sino a quienes se encuentran más extraviados, es decir, las comunidades invisibles. Estas son un gran porcentaje de población ubicado en los márgenes, personas intentando entrar a la modernidad, en situación de pobreza relativa o con menor capacidad de adquisición de algunos bienes, que consiguen algunos puestos de mínima importancia social, logros como tener un auto, un gran televisor, una vivienda básica y, torpemente, se incorporan a la vorágine del consumismo, el exitismo y el individualismo. Cuando las ciencias sociales se preguntan, cuál es el sector que apoyó a Donald Trump en EE.UU. primera elección), su respuesta es clara. No es el ciudadano educado que toma capuchino en las calles de Nueva York ni el egresado de la universidad de Harvard, sino el habitante medio de la Norteamérica profunda, que habita en una combinación rural urbana, que toma café agrio en una bencinera perdida del oeste y en la noche se emborracha con cerveza en una taberna cualquiera, mientras grita a la televisión el buen golpe de un beisbolista. Ciudadano que tiene su pequeña casa o departamento, ganado con el trabajo de muchos años y que, a duras penas, logra mantener a sus hijos en el colegio, evitando que caiga en la drogadicción o sea acribillado por pandilleros locales.

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