Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

86 años siendo mi ayudante, la gente naturalmente esperaba que me hubieras pedido a mí la carta de recomendación. O que buscaras mi consejo, al menos. Adriana adoptó una expresión indescifrable, que lo frustró sobremanera. Le irritó, también, que aquello lo frustrase. Ella no era precisamente un enigma fascinante, que digamos. ¿Qué podía importarte a él lo que escondiese su falta de gestos? Se mantuvo en silencio de todas formas, buscando forzarla a seguir la conver- sación. Lo hizo tras unos minutos. —Fue solo por no molestarlo, profesor. No pretendía ofen- derlo —dijo con un tono que no revelaba nada. —¿Ofenderme? ¡Por favor! —repuso él, riendo y quitándole importancia con un gesto de la mano—. Lo mismo le comenté a mis colegas: Adriana siempre busca la forma de hacerme la vida más fácil. Además, ¿qué importan esas nimiedades, al lado de un logro así? ¿Ah? Le preguntó con una gran sonrisa, abriendo los brazos con un gesto grandilocuente, como si solo así pudiera abarcar la enor- midad del triunfo de Adriana. Ella sonrió como a su pesar, aun- que genuinamente. Por unos segundos, el gesto la hizo ver como una niña. La imagen le recordó al profesor de casi diez años atrás; de los días en que, sin conocerla, la veía sentarse en la primera fila de su cátedra, siempre puntual, siempre atenta, tomando apuntes con un ejército de destacadores en la mano. Al mirarla allí, jamás habría imaginado que se convertiría en su protegida, que termi- naría por confiarle desde las claves de su correo electrónico hasta la redacción de sus columnas de opinión. Las rutinas, las salas y los pasillos de entonces, la oficina misma donde ahora estaban, abarrotada como siempre, con sus paredes verdes y sus muebles

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