Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
78 Estaba en eso, buscando diferencias, cuando recordé que, unos meses antes, vi por la televisión a una mujer moviendo un auto con su cabello. Y, como Francisco llevaba el pelo largo, me lo até a mis muñecas y comencé a jalarlo hasta que empezó a moverse de a poco. Ya eran las seis de la tarde cuando logré llegar al patio y arrojarlo al suelo con toda su pesadez. Luego de eso, volví a prepararme una taza de café. Respiraba agitada; me dolían los brazos. Franciscome había robado casi toda la energía que tenía, tanto en ese momento como en toda la vida que había tenido con él. Me serví el café. Noté que mis manos temblaban, como si tuviese placas tectónicas tratando de encajar dentro de mí. Por eso caminé al sillón, porque tenía miedo de que hubiera un terremoto en mi cuerpo y terminara por agrietarme por completo. Volví a mirar el desastre que había dejado Francisco. Ahí estaba el camino rojo por toda la casa, porque él siempre termi- naba jodiéndolo todo. En cambio, la cuerda seguía ahí, en dos trozos, pero parecía intacta, como si algo en ella me contuviera, como si me dijera que todo pasaría, que el camino rojo desaparecería por completo, que la casa estaría limpia, que podría tomar otro café más tarde mien- tras me leía un libro en la cama. Esa cuerda parecía la cosa más hermosa que alguna vez había visto: su textura, su forma alargada, no entendía cómo me había dado cuenta tan tarde del amor por las cuerdas, cómo había desper- diciado todo ese tiempo con Francisco, cuando la felicidad estaba casi frente a mi cara o en la misma logia. De alguna manera, la cuerda insistía en ayudar, así que cogí los cuatro metros y dejé los dos en el sillón. Salí por segunda vez, me acerqué a Francisco y lo até primero de las manos y luego de los
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