Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

77 me hinchaba. Cuando terminé, con suerte podía hablar, pero me di cuenta de que no necesitaba las palabras para conectarme con ella. Creo que, incluso, empezamos a coquetear de una manera prudente, porque ni siquiera nos guiñamos el ojo y ya sabíamos cuál era nuestro destino. Por lo demás, ella ni siquiera tenía ojos, pero bastó tocarla de un extremo a otro, sentir su textura áspera en mi mano para lograr algo parecido a un orgasmo; era como si su cuerpo hiciera fricción con el mío. Ahí vi que medía casi seis metros. Para ese entonces, había olvidado que era tan larga, que era perfecta: la pieza del rompe- cabezas que le faltaba al puzle, la medida exacta de lo que nece- sitaba. Esa maldita cuerda era mi salvación. De alguna manera, Dios o alguien la había dejado primero en la ferretería y, luego, en mi mano. Salí de la cocina con la cuerda enrollada en el brazo y caminé con cautela al living. La dejé cuidadosamente sobre la mesa y me senté en el sillón a esperar ese momento que debía marcar el reloj. Cuando pasó una hora y dieron las cinco de la tarde, cogí las tije- ras que había dejado sobre la mesa de centro durante la mañana y corté dos metros de cuerda, mientras le dejaba los otros cuatro a Francisco. Porque puedo ser cualquier cosa, pero nunca he sido una persona tacaña. Incluso cuando estoy en mis peores momen- tos sigo siendo generosa. Observé el otro sillón. Francisco seguía ahí, manchando todo de sangre. Tenía esa cara que ponía cada vez que quería burlarse y hacerme sentir incómoda, supongo que por eso insistía en des- angrarse ¡una estupidez! Me acerqué porque ya no tenía ganas de seguir mirándolo, e intenté levantar su cuerpo, pero era incluso más pesado que un saco de papas de doscientos kilos; la única dife- rencia entre él y el saco es que Francisco tenía pelo y el saco no.

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