Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

70 —La única opción sería comprar otro —continuó la ven- dedora. Al parecer, no perdería la oportunidad de aumentar su miserable comisión de venta. La Gaby estaba recién pagada, pero tenía casi todo el sueldo destinado a cosas de la casa y de sus hijos. La poca plata que le sobraba era para sus gastos personales: pasajes, alguna golosina en el trabajo, maquillaje o las sorpresivas exigencias de materia- les escolares. No le alcanzaba para pagar ni la tela del pantalón, tampoco tenía cómo justificar ante el Juan Carlos un gasto exce- sivo fuera del presupuesto: aunque era su dinero, él tomaba la decisión final. Empezó a angustiarse. Necesitaba el pantalón porque, de seguro, tendría que usarlo ese fin de semana. El Juan Carlos le exigiría que lo hiciera: era un regalo caro, la muestra de su amor. Le gustaba que ella se viera atractiva, que los hombres la miraran y saberse dueño de esa mujeraza. La vi como ese día en el jardín de mi abuela, cansada y ham- brienta, como esa niñita detrás de mi madre. Saqué de mi mochila el sobre con mi sueldo y pagué el pantalón. La vendedora cambió el tono de voz y formó una linda sonrisa de comercial. Me acordé de mi abuela almorzando en la cocina. No importaba nada. Pensé que no era justo que un pantalón costara una semana de trabajo y que la odiosa de la vendedora quedara feliz con su porcentaje de la venta. —Te lo voy a pagar cuando pueda. De a poco, por último — dijo con su sonrisa de viejita. —No hay problema. Mejor, déjalo para comprarte el casete de la Myriam Hernández —dije y le sonreí. Le vi la cara iluminada de nuevo. Tomé mi mochila y me fui a mi casa. Cuando llegué, le conté a mi madre que había perdido

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