Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
61 allí, era la casa de mi abuela y no sabíamos si tenía un plato extra para la Gaby, pues ya era mucho con nosotras dos. Cuando entraron, mi abuela me comentó a la pasada: «Vino a puro pechar almuerzo», se limpió las manos en el delantal y gritó hacia el jardín desde la puerta: —Oye, Gaby, ¿te gustan las pantrucas? —Sí, doña Clara, si me gusta todo a mí —contestó alargando la «o» y achinando los ojillos como una niñita fundida. Desde una de las casas vecinas salió la voz de Myriam Hernández. La Gaby, una enamoradiza, empezó a canturrear: «El hombre que yo amo sabe que lo amo». —Me gusta esa canción —sonrió, ampliando la boca y achi- cando los ojos hasta hacerlos una línea más en el manojo de arru- gas, por una miopía nunca tratada. Se mandó un suspiro y siguió canturriando. Estaba en eso cuando mi abuela salió de nuevo. —Vengan, que les tengo servido. Me acuerdo que entramos las tres. Mi abuela nos sirvió, pero no se sentó a la mesa con nosotras, dijo que tenía que hacer algo en el patio y nos dejó almorzando. Mi mamá sabía que la Gaby no le caía bien a mi abuela y no dijo nada. Más tarde, la vi en la cocina comiendo sola un pan con tomate y té. Ahí entendí por qué mi abuela se ponía de mal humor cuando no le avisaban y se aparecían por sorpresa: no le gustaba que la gente se enterara de que siem- pre cocinaba lo justo, no por egoísta, sino que era la única forma de hacer cundir la comida para la tropa de familiares que, entre hijos, nueras y nietos, dependíamos de la pensión de mi abuelo. —Sé que esa loca de la Gaby no tiene dónde almorzar— me dijo. No tenía el corazón para dejar a alguien sin almuerzo.
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