Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
53 Del mismo odio secreto que había crecido ordenadito, sediento, monstruosamente vengativo y que se nos enquistó bien aden- tro. Las confesiones de las nietas de don Celso hicieron el resto. Una de las adolescentes habló primero. Lo hizo tan claro, tan de corrido y tan alto, que otras se sumaron al coro: sobrinas, nietas más chicas, la hija de otra prima. Por aquí y por allá apa- recieron nuevas víctimas. Nosotras nunca dudamos. Las distin- tas historias tendían a una hermandad, a parecerse, en esa suerte de simplicidad que adquieren, de tanto repetirse, las historias terribles. Simplicidad en la trama, pero no en la complejidad del «cómo seguimos» o del «qué hacemos ahora». Las confesio- nes dejaron patidifusos a todos los parientes. Los más lejanos se dividieron entre mojigatos que jugaron a no creer y los que ras- garon vestiduras esperando que alguna solución bajara directo del cielo. Las hijas de Don Celso, unas sesentonas demasiado educadas y amables, se quedaron estancadas entre la duda y la rabia. «Y la ropa se pudre en el agua estancada», dijo Olimpia. Pasaron las semanas y nadie hizo nada. Mientras, gracias a nuestros cuidados, el viejo asqueroso ganaba salud y prestancia. «Algo tenemos que hacer», dijo Oli un domingo, mirando absorta la ropa que giraba en el tambor. Salimos del LaveRap y cruzamos al cafecito de enfrente. Pedimos dos cortados y unas medialunas. De un mutismo inicial pasamos a la euforia. Nadie sacó lápiz ni papel, pero esa mañana escribimos las primeras escenas. Analizamos varios giros y resultaron tan alentadores que el odio de cada una se convirtió en semilla. Con los cono- cimientos de Olimpia podíamos manejar las dietas, los medi- camentos, las dosis, las horas de sueño. Teníamos el guion para nuestra propia película de monstruos, y había tanto detalle por decidir, tanta escena al borde del peligro, que nuestras vidas,
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