Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

51 a Alcohólicos Anónimos. Imaginé a Oli tendiéndole una trampa. Pero las hijas del anciano ya habían descubierto las botellas fal- tantes y lo iban a despedir. Pobre, alcancé a decir, hasta que Oli me detalló el tema de los turnos y el pago. Me entrevistó una de las hijas de Don Celso. Oli mintió por mí. Dijo que yo tenía experiencia cuidando a mi abuelo. Yo solo asentí. La mujer le creyó a Olimpia. Ese mismo día, me quedé para conocer la rutina y recibir instrucciones. Ambas cubríamos el turno de día, de ocho a seis de la tarde. Un día, Oli. Un día, yo. No recuerdo a los otros cuidadores, los de la noche. Tampoco recuerdo el nombre de las hijas. Pero me acuerdo muy bien de las caras de los viejos, de sus nombres y de que los domingos los tenía- mos libres. Y ahora me da por pensar que, sin domingos libres, la historia hubiese sido otra. Lo primero que me impresionó de Don Celso fue su lucidez y cierta forma de hablar que lo empujaba a la ternura. Vivía solo, pasaba en la cama y por descuidos en la dieta había perdido peso. Parecía un chico, tan flaquito. Daba pena. Antes de conocerlo, en esos primeros domingos en el LaveRap en los que Oli me contaba su rutina laboral, imaginé a un viejomás taciturno, medio perdido en el tiempo y el espacio. Pero Don Celso era un gran conversa- dor. Le encantaba hablar de películas, tramas que él conectaba con la vida familiar, hablándome de sus hijas, de los costosos y bien organizados cumpleaños de quince, de fiestas de matrimonios, de la llegada de los nietos. Ni Oli ni yo habíamos imaginado que se podía llegar a los ochenta con tanto encanto. El hombre está forrado en guita, dijo Oli una tarde, mientras tomábamos mate. Y enseguida me detalló la última petición del viejo. Le había ofrecido cinco billetes de los grandes para que lo masturbara. Yo sonreí, quizás pensé que era un viejo asqueroso,

RkJQdWJsaXNoZXIy Mzc3MTg=