Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
50 flotando como cadáver. A mí me gustaba esa en que la muñeca diabólica se escondía dentro de una lavadora común y corriente, con tapa redonda, de latón barato, nada que ver con las máquinas cuadradas y relucientes del LaveRap. Cómo nos encantaban esas lavadoras automáticas: llenarlas con ganas, meterles esas fichas que costaban monedas y lavar la ropa sucia fuera de casa. Ese primer domingo nos regresamos caminando por Cochabamba, atoradas de la risa, con la ropa dentro de dos bol- sas que olían a detergente. La pensión quedaba a unas cuadras, en barrio Constitución. Casas viejas que daban directo a la vereda, con ancianas arrastrando carritos de compras, prostitutas en la plaza y un festival de mendigos merodeando la estación de tre- nes. Una típica postal latinoamericana. Oli estudiaba enfermería y llevaba seis meses cuidando al anciano. Todo un personaje, me dijo refiriéndose al viejo, esa tarde que llegó a la pensión. Entre mate y mate, le conté de mi trabajo en la facultad. Sacaba mil fotocopias a diario, que luego apilaba, cor- cheteaba y armaba cuadernillos que vendíamos a los estudiantes. Me habían contratado casi por compasión, gracias a mi estampa de migrante pobre y todo lo que eso proyectaba: la miseria del conur- bano, el pasado de dictadura, la familia exiliada. «Y la pata de la guagua y la muerte en bote», agregó Olimpia. Entonces intentó convencerme de que mi laburo no pintaba mal, pero que ganaría mucho más cuidando viejos. A poco andar, nuestras historias empezaron a parecerse: la misma mugre, el mismo color del agua sucia. Nos hicimos cóm- plices. Un par de semanas después, Olimpia llegó con la histo- ria. Aclaro que dudé. Me contó, mientras las ropas giraban y la espuma golpeaba contra el gran ojo de la lavadora, que el mucha- cho del otro turno había comenzado a robarse los vinos. Él asistía
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