Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
49 Hoy mi padre murió en Argentina, y me acordé de Olimpia. La conocí allá, en Buenos Aires, a fines de los ochenta. Por una feliz coincidencia —solo una, todas las otras eran coincidencias infe- lices—, ambas veníamos de Chile: Olimpia, de una población de Santiago, y yo, del sur lluvioso. Teníamos veintitantos y llegamos a vivir a la misma pensión en la calle Tacuarí. Olimpia trabajaba y estudiaba por las noches; yo todavía no abandonaba la carrera y los del centro de estudiantes me habían conseguido un laburo en la misma universidad. Apenas nos saludamos, Olimpia y yo nos reconocimos el acento y altiro nos pusimos a conversar como viejas amigas. Seguimos conversando sin apuro el domingo siguiente. Sentadas en el café de las mesitas lustrosas, frente al LaveRap, nos atragantamos hablando de Chile, ese país bellísimo y perfecto que conocíamos solo de memoria, como una lección mal aprendida. Ocupamos los cincuenta minutos del ciclo de lavado compitiendo por el resumenmás redondo de nuestras vidas, creyendo que está- bamos en una película: la típica de terror con la típica escena de la lavandería, con ese primer plano de la ropa orbitando dentro del tambor. A veces agua, a veces sangre. Recuerdo también que nos contábamos películas. Nos gustaban las de miedo, sobre todo esas en las que aparecenmonstruos. Olimpia las veía en el trabajo, donde cuidaba a un viejo que se la pasaba viendo tele. La favorita de Oli comenzaba con la imagen de una batea antigua, con la ropa
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