Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
32 —Bueno, mucha suerte —le dijo la profesora. Y sonó tan sincera que a Moli le volvieron las ganas de llorar. Esa semana casi no habló con nadie, ni siquiera con su mamá. Se lograba dormir recién cuando cantaban los gallos, y la des- pertaba el mugido de las vacas de Quiroga a lo lejos. Llegaba el verano, las constelaciones se doblaban arriba de su cabeza. Moli miraba pasar las estrellas por la ventana abierta. Ahorró la mesada de esos días, que eran infinitos. Y le pareció poco, por- que era poco, pero así y todo eligió otro escondite entre los libros de historia del año anterior. Nunca se había atrevido a volver a la verdulería de su cua- dra y al hacer la compra cruzaba medio pueblo para ir a la otra. ¿Cómo la iba a dejar sola a su mamá? Aunque su mamá no iba a estar sola, no sería precisamente así. Gabriela ya había visitado el supermercado dos veces. En la tercera ella le enseñaría sus tareas, las cosas que había aprendido a hacer a los doce y no había dejado de hacer desde entonces. Eran tareas simples, pero no fáciles. Había que tener cuidado de no equivocar los precios, por ejemplo: eso podía traer proble- mas serios. PeroMoli las había encontrado riéndose livianamente mientras su mamá le tomaba las medidas para el uniforme. Le iba a encargar uno nuevo y, de paso, iba a renovar el suyo. Las cajas entraban llenas y salían abiertas y aplastadas. Vacías. En el fondo de su corazón, Moli sabía que no llegaría a ahorrar lo suficiente, pero ahora no podía detenerse. En el pue- blo la trataban como si ya se hubiese ido. Por las calles era una sombra, un eco perdido entre los árboles, así que ya casi no salía. El calor la castigaba, el amanecer la castigaba, las cajas sobre las cajas la castigaban.
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy Mzc3MTg=