Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
31 A la mañana siguiente se duchó y se vistió para ir a la escuela sin tomar el desayuno. Cuando bajó al supermercado vio que en el pasillo que le tocaba las cajas pendientes se habían multi- plicado y, antes de saludarla, encontró a su mamá apilando una caja más encima. Una enorme torre la esperaba, vibrando como un volcán. Su mamá no se le parecía en absolutamente nada. Moli vio su perfil recortarse a contraluz mientras subía las persianas, su nariz de cóndor, su tremendo cansancio cuando los brazos caían, al fin. La luz la cegó y sintió ganas de llorar otra vez, así que deci- dió seguir de largo antes de que la descubrieran con esa cara. Pasó la mañana con la vista perdida. Vista de horizonte, la llamaba la profesora de matemática cuando reclamaba atención a alguna de sus alumnas, aunque hoy se la había dejado pasar y, en vez de pegarle el grito, le preguntó si estaba bien antes de salir al recreo. Ella respondió que sí. Que estaba muy bien. La profesora le sonrió. Hacía muchos días que nadie le son- reía, así que Moli tardó un poco en avanzar y con eso la obligó a decir algo más. —Así que te nos vas —dijo mientras sacudía polvo de tiza de sus pantalones. —Así parece. Tragó saliva. Era ácida y espesa como miel, le costaba trabajo bajar hasta su estómago o hasta donde fuera que se iba la saliva después de llegar al planeta tierra desde su boca. Sonrió otra vez y caminó hasta la puerta. Afuera, el recreo. Afuera, las demás. Las que se iban y las que no se iban a ninguna parte. Gabriela, por ejemplo, que la seguía a todos lados simulando simpatía y que se había entrevistado con su mamá la mañana anterior, mien- tras ella estaba en clase.
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