Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
28 En la verdulería, la dueña le preguntó frente a todos los clien- tes cómo se le ocurría dejar sola a la mamá. Ella había ido a com- prar naranjas y de la vergüenza se le quedaron en el mostrador. Su mamá, no. Su mamá no le había dicho nada. No le había preguntado a dónde tenía pensado ir, con qué dinero pensaba comer ni en qué carrera se iba a inscribir. Mejor, porque Moli no tenía idea. Ni siquiera había contado sus ahorros hasta esa noche. Desde entonces, los contaba una y otra vez para ver si se había equivocado. Con lo que tenía le alcanzaba para el pasaje y un par de noches de hotel. ¿Y después? Moli no se ocupaba de cómo podían ser las cosas después. Si nadie la detenía, pensaba, no debían ser tan difíciles. —¿Y? ¿Se te pasó la locura?—le había preguntado su tío desde la camioneta cuando la cruzó en la puerta del supermercado. Parecía tan fácil. Las que se iban seguían entusiasmadas, se peinaban distinto. Y todas iguales. Habían aparecido con unas vinchas floreadas de tela que Moli no había visto jamás. Se las anudaban de lado y el pelo les llovía, lacio y resplandeciente. Era solo un indicio de todo lo que podía conseguirse en Buenos Aires. Estampados que Moli ni siquiera era capaz de imaginar. Sandalias. Carteras. Cera de avispa. Ese viernes, a la salida de clase, Gabriela se le acercó. Nunca se hablaban, pero a Moli la alegró que alguien le dirigiera la pala- bra porque nadie más lo hacía desde la fiesta, como si estuviera enferma de algo muy contagioso. Gabriela era rubia y escuálida. Tenía una cara extraña, cara de cuis. Era tremendamente reservada y ninguna la conocía bien. Moli no sabía ni siquiera dónde vivía. Quizás en el pueblo vecino. Pero ahora se le acercaba, y solo Dios sabía cuánto necesitaba Moli de alguna palabra, cualquier palabra.
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