Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
21 contra sí misma y a los costados crecía maíz, soja, trigo, caña de azúcar. —Y qué hacés vos de mocasín, con el calor que hace… Moli no respondió. No aguantaba el calor, no aguantaba la camioneta, no aguantaba los mocasines. No aguantaba la voz de su tío, las gotas de transpiración que se mezclaban con las de agua fresca en su cabeza, los amortiguadores vencidos contestando a cada movimiento con chirridos. Mucho menos esa risa al final de todo, la risa suturando cualquier bestialidad. Una risa burlona, una risa que se reía de ella y de su suerte estancada. Pero no res- pondió nada. En cambio, soltó la cabeza en el respaldo. Antes de llegar al puente se cruzaron con los primos. Moli no sabía bien de quién eran primos, si de su madre o de ella misma. En casa los llamaban, simplemente, los primos. No le caían ni mal ni bien. Estaban ahí, cada tanto, en alguna mesa. O en alguna calle, como ahora. —¡Mirá que está seco, seco, eh! —dijo uno, el que estaba con- tra el alambrado. —Pero qué mala suerte, si traje todo para pescar…—le siguió el apunte su tío, señalando la caja de la camioneta. En la caja había un perro sucio que no paraba de ladrar y ahora les ladraba a los primos. Tenía un ladrido rasposo, exigido, y cada tanto también aullaba. Los hombres siguieron hablando, como si el perro no existiera. ¿Había que reírse? ¿Y cuántas veces había que reírse de una misma cosa? Moli no soportaba más esos chistes idiotas. El primo menor, el que estaba más cerca de su ventanilla, apoyó los brazos sobre el vidrio y adelantó su cara hasta ella, pero no para decirle nada sino para seguir hablándole a su tío y siempre a los gritos. Moli
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