Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
20 Se le hacía tarde para la fiesta y se había comprometido a lle- var las bebidas, que se calentaban en una bolsa de plástico entre sus piernas. Todavía parecía de día, pero eran las ocho de la noche. En el horizonte, bien al fondo de la avenida, el atardecer se ente- rraba en el campo de los Quiroga. Quizás su tío se había olvidado de ella, o estaría tomando con los amigos en la cantina. Sobre su cabeza, un cartel de estacionamiento tembló con el viento caliente, que lo levantó y soltó de golpe. Moli bajó la vista para desenredar un papel metálico de sus tobillos. Alguien había volcado el tacho de basura del kiosco y ahora los papeles se des- parramaban en todas direcciones. Después de sacudirse, miró sus mocasines viejos. Ya podía imaginar las ampollas. Para cuando vio venir a su tío doblando por la principal, Moli tenía el pelo casi seco, vaporoso, dos centímetros más corto. Se lo aplastaba constantemente con las manos sin ningún resultado. En la televisión habían dicho que con cera de avispa podía mejorar, pero de dónde iba a sacar cera de avispa en ese pueblo de mierda. El tío tocó la bocina dos veces y el sonido retumbó en toda la plaza. Venía en cueros, sus rulos goteando de una refrescada en el baño de la cantina. —Para qué tocás bocina, tío, si ya te vi. Moli cerró con fuerza la puerta de la camioneta, algo que no necesariamente subrayaba su enojo porque en verdad no había otra forma de cerrarla bien. Arrancaron. La fiesta quedaba lejos, tanto como puede quedar un lugar de otro en un pueblo pequeño. Abandonaron el asfalto y siguieron en dirección al puente. Hacía años que no corría nin- gún arroyo bajo ese puente, pero seguía estando ahí y había que cruzarlo. Después doblar, después doblar otra vez y por ahí seguir algunos kilómetros. A esa altura la tierra del camino se aplastaba
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