Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

19 Lo peor era el silencio de la siesta. La de Wolf siempre decía lo mismo: el silencio de la siesta te podía llevar hasta hacerte desa- parecer como agua por la canaleta. Pero también las hojas secas, crocantes al rayo del sol, en torbellinos que se escondían por los rincones. Los pájaros siempre estaban ahí, a cualquier hora, insis- tiendo con los nidos. Pero el cielo no cambiaba. El cielo no ofre- cía variaciones. Un fuego disimulado, celeste parejo. Y todo ese calor asqueroso. Daban ganas de pegarse un tiro. Eso repetía en el recreo la de Wolf, que ya sabía que estaba por irse. Cómo no se iba a ir de ese pueblo de mierda. Las demás la miraban y le daban la razón, con sus sandalias de cuero traídas de Buenos Aires y el detalle de la cartera en composé. De todo se traía dos pares, porque en el pueblo no se conseguía nada. Y por- que podía. Así que la rodeaban como a un sol, por todos los cos- tados. Estaban las que quedaban a la sombra y las que quedaban a la luz. Ella les hablaba como si se hablara a sí misma. Nunca les preguntaba nada, no le interesaba saber lo que iban a hacer con sus vidas cuando terminaran las clases. Ya estaba en otra cosa, eligiendo universidad y carrera, perfeccionando su plan maestro. Por ahora, Moli no tenía ninguno. Ni maestro ni provisorio. Quedaban dos meses para diciembre y, cuando empezara, ya sería demasiado tarde, no habría nada que decidir. Parada en la esquina de la plaza, con el pelo mojado y liso, comenzó a impacientarse.

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