Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

131 de palo parado, troncos de árboles fraccionados y enterrados uno junto a otro, en interminables filas para demarcar potreros. Volvió el hombre a media tarde, malhumorado y por excep- ción comunicativo. —Del muelle han queao tan sólo unas estacas. Hay qui’ha- cerlo too de nuevo. Menos mal que las cercas y el puente no han sufrío mucho. Hay trabajo pa’ rato con el muelle... Uno de los chiquillos dijo: —¿Me lleva mañana pa’ la montaña pa’ que li’ayude, taita? —Y a nosotros tamién..., por favorcito... —dijeron los demás a coro y en el mayor alborozo. Eufrasia, sentada en su habitual sitio junto al fuego, silenciosa y de perfil, apretó los labios, marcando la arista de su disgusto. —A mí tamién, taitita... —agregó Venancia, acercándose al hombre, zalamera, risueña porque los hoyuelos estaban siem- pre allí, en las mejillas marcándose, risueña aunque la risa no se dibujara en la boca. Y le rebrillaban los pequeños ojitos perdidos entre la franja negra de las pestañas, largas y arqueadas. Igual a la madre. —Esperanza... —murmuró el hombre, y se la quedó mirando con la boca abierta y temblorosa la nuez—. Esperanza..., por Diosito que se le parece, da susto... —añadió como hablando para sí mismo. La vieja, siempre de perfil, lo espiaba de reojo. Los chiquillos y Venancia gritaron a coro: —Nos lleva..., nos lleva... El hombre parecía seguir algo que ocurría en su interior. Se miró las manos, donde empezaba a hurgarle la violencia. Las empuñó. Y de repente se echó sobre los chiquillos, espantándo- los a golpes que caían indistintamente sobre cualquiera de ellos.

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