Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
129 justificaba tan sólo el crepitar de la leña dentro del rancho y el insistente silbido del viento en el exterior, Eufrasia se levantó pasito, cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venir como ali- maña nocturna con elástica precisión, sirviendo a los niños, silen- ciosos y encantados con la aventura. La violencia ya no salió del pecho del hombre. Estaba siempre allí, persistente. A veces, en medio de un trabajo, en ese revoleo del hacha sobre su cabeza, la sentía tan viva que, desconcertado, con esa tarda comprensión que era la suya, dejaba de lado la herra- mienta y se quedaba mirándose las manos, porque allí, como en el pecho, sentía efectivamente que le andaba algo, un hormigueo que lo impulsaba a empuñarlas y a pegar. Apenas hablaba con los suyos. Uno que otro gruñido para dar una contestación. Una o dos palabras para impartir una orden. Vivía reconcentrado. Odiaba a la vieja. Odiaba a los hijos. Odiaba al patrón. Odiaba a la Esperanza, tan endeble, tan poco hembra, incapaz de resistir un embarazo, incapaz de parir... Y que había muerto dejándolo solo, con la chiquillería y con la vieja... Dejándolo solo, sin mujer, que era lo principal, porque él necesitaba mujer, para eso era hombre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir la Esperanza... Y aquella vieja que le quería quitar los chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos? Intrusa... Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera con ellos lo que le diera la gana. Todos. Los chiquillos y la Venancia. Para apalearlos si se le antojaba. Para dejarlos sin comer. Iba a apren- der la condenada vieja aquella... Se le hizo costumbre pegar a los niños. Por cualquier cosa. Por nada. Tremendas palizas con sus manazas como martillos.
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