Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

128 Los chiquillos entraron la batea con las papas peladas, el balde con las papas sin pelar; amontonaron las cáscaras, guarda- ron los cuchillos. La abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos: —Ya saben qui’hay que lavar los cuchillos. Condenaos porfiaos... Los cinco pares de ojos, azorados y tiernos, se volvieron a mirarla. Sonrieron, sacaron los cuchillos, los lavaron y los guar- daron de nuevo. —¡A la cama! —insistió el hombre, obsesionado con su idea—. ¡Qué más se demoran! Entraron de soslayo, atropellándose, y desaparecieron por la puerta que daba a la habitación en que estaban los pequeños catres de campaña y en un rincón el otro más ancho en que dor- mía la abuela con Venancia. El hombre se puso de pie y se llegó a la puerta de entrada, cerrándola de un golpe que retembló en el rancho entero. Se vol- vió, miró a la vieja, siempre inmóvil, y dijo, a empellones con las palabras: —Ya una vez me salí con la mía. Yme casé con la Esperanza... No se le imagine que agora se va a salir con la suya y se va a lle- var los chiquillos. Los chiquillos se quean en el rancho. La que sobra en el rancho sos vos... Ya lo sabís... —y se volvió a la otra puerta, que marcaba su dormitorio, donde, pomposamente, cam- peaba la marquesa, regalo de casamiento de la patrona y orgullo del menaje. La vieja no contestó ni hizo un movimiento. Roía su rencor. ¡Se la había ganado una vez! Bueno: a ver quién ganaba ahora... Pero a la par que tragaba esas migajas acres, estaba atenta a los ruidos que venían del dormitorio. Cuando se hizo el silencio que

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