Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
119 —Hable entonces con mi mujer y arreglen el traslado. Hay dos piezas en el último patio, que le serán cómodas. —Gracias —dijo la vieja secamente, y obligándose a una mayor amabilidad, añadió—. Muchas gracias por too. Se instaló en esas dos piezas que le asignaban. Pasó días de días hoscamente encerrada en ellas y en sí misma. Pero al cabo empezó a abandonar su rincón y a tomar parte en las activida- des de la enorme casa. Un día, sin que nadie se lo pidiera, limpió, sin ayuda alguna y en la forma más prolija, todos los vidrios de la galería. Otro se fue con un colchón a cuestas hasta un extremo del patio y allí organizó un verdadero taller, escarmenando lana, lavando telas, rellenando, cosiendo. Apenas daba término a una de estas labores, oteaba por la casa y sus dependencias hasta dar con otra. Los años no le desgastaban la energía. Esos mismos años que en los demás habían ido acentuando características, y así la patrona, dulce y distraída, exclamaba al verla trajinando, con un acento cantante como ritornelo: —¡Qué perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es esta Eufrasia! De regreso de sus paseos a caballo, al caer la tarde, el patrón solía encontrarla ayudando a rodear los chanchos o los terneros, manejando la honda para avivar a los rezagados: —¡A ese, Eufrasia! ¡Buen tiro! —y con una de sus súbitas sonrisas agregaba con la voz autoritaria que no resquebrajaba el tiempo—: Pero no ponga piedras grandes, que de repente va a dejar rengo a un animal... Un día llegó doña Cantalicia. Como siempre, con su alforja de novedades. —La Esperanza tá harto enferma. Tanto chiquillo y tanto aborto, no es pa’ menos, así ice mi viejo. Y Bernabé no quere saber
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