Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
117 abrían estrechamente en un tajo y por ahí, fragorosamente, entre líquenes y enredaderas, en un ambiente de verde humedad, el agua se arrojaba precipicio abajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce, seguir su tumultuosa búsqueda del mar. Del lejano rancho no podía nadie traer noticias. Eufrasia parecía no aguardarlas. Nunca mentaba a la hija. Con un sordo rencor hacia ella. Con un sordo resentimiento hacia los patrones, que le impusieran ese matrimonio. Que fuera feliz o desgraciada le era igual. Se abroquelaba en esa indiferencia. —No me importa... No me importa na’... Que sufra si es que tiene que sufrir... ¿Pa’ qué se casó? Ella bien sabía lo que hacía... Pero el «Que sufra...» era la repetida cantinela de su cora- zón, ritmo de su sangre, rueda como la del molino, jamás dete- nida y siempre moliendo renovado grano. Ni siquiera tenía Bernabé necesidad de venir a las casas para proveerse, porque en aquel fundo enorme, encomienda que fuera en tiempos coloniales, había cinco mayordomías bajo el mandato de una administración general y el hombre estaba ahora a las órdenes del mayordomo de la hijuela Primera y allí debía llegarse para su abastecimiento y todo lo concerniente al trabajo. Hacía un viaje cada tantos meses. Y una vez al año el mayordomo iba hasta la laguna para echar una mirada a los cercos. De las veni- das de Bernabé a la hijuela Primera poco se sacaba, que el hombre seguía siendo callado y a las preguntas contestaba con atropella- das palabras y no muchas. Era el mayordomo el que traía noticias: —¡Tá de canija la Esperanza! ¡Parece palo di’ajo! Con tanto chiquillo, también, no es pa’ menos. Y sin salir nunca del ran- cho. Trabajaora, eso sí, lo mesmo qu’él. ¡Bestia igual no si’ha visto! Viera, vieja, el muelle que si’ha hecho en la launa y un bote de lo más encachado, y como hay tanta pesca, se las arregla
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