Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet
116 Fue un corto noviazgo entre los hoscos silencios de Eufrasia, la cháchara de pájaro enloquecido de sol de la hija y el otro silen- cio del hombre, presencia que enardecía en ira a aquella y que para Esperanza significaba dos oídos atentos a sus palabras, la acepta- ción de todos sus propósitos, una defensa latente para—¡al fin!— realizar su voluntad, haciendo caso omiso de la madre. Bernabé fue al rancho, ya desalojado por don Valladares. Volvió diciendo, con sus pocas palabras tartajosas, que estaba muy bien, que no necesitaba arreglo alguno, que el menaje que llevara a lomo de mula había llegado «sanito». Se casaron en el pequeño pueblo cercano, y ahí mismo—tan solo los habían acompañado los testigos y padrinos, que Eufrasia fue terminante para decir que no quería festejos— enrumbaron los recién casados para el rancho, junto a la órbita azul de la laguna, entre las estribaciones de la cordillera. Eufrasia se hizo más dura, más recóndita, más ahincada en su tra- bajo. Nada se sabía de la nueva pareja. La laguna quedaba en un extremo del fundo. El camino era tan sólo transitable hasta cierta altura por vehículos, y desde ese punto en que se entraba de lleno por desfiladeros entre montañas vírgenes, había una huella para caballares, tortuosa, vadeando torrenteras, yendo de uno a otro lado del río que lentamente cobraba caudal, hasta llegar al fondo de aquel anfiteatro de picachos, arremansándose para formar la tersa extensión de la laguna. De un lado la bordeaba la montaña, espesa, caída hasta dentro del agua; del otro se abría un angosto valle, y allí, en un altozano, estaba asentado el rancho, edificio de madera, chato, rodeado de cobertizos y casillas. La laguna parecía ciega. Pero en un extremo las montañas curvaban un recodo, se
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