Prender fuego. Antología. Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Marta Brunet

113 —Patrona, de toos es el que más hei querío. A los otros los hei querío así no más. A este lo quero harto. Es güeno y me quere harto tamién. Claro qu’es lerdo... —concluyó con apuro, porque la patrona la miraba sostenidamente, como si quisiera verle el fondo del alma. Y en realidad no la miraba, entregada, como siempre, a sus propios vagos pensamientos. —Bueno, bueno. Hablaré con tu madre. —Claro que su mercé —y se puso muy zalamera y era así un encanto, con los ojitos pequeños y muy rebrillosos, y con dos hoyuelos que se le marcaban en las mejillas tan de melocotón pelu- siento, y tan arremangada la nariz, y por boca un mohín de niña que se sabe linda y especula con su lindeza— podía irle iciendo al patrón que nos diera rancho, porque así mi mamita no hallaría tanto que icir y ya teniendo rancho seguro, a Bernabé no lo mira- ría en menos naiden y es claro que too andaría al tiro mejor... Su mercé se lo ice al patrón, ¿no? —Sí, sí... Ya te conozco... Con lo buena que eres para los arru- macos... Ándate tranquila... Se quedó pensando, así, yendo de una a otra nebulosa de ideas, que era su manera de pensar, que tal vez podía llevarse a Esperanza a la ciudad como sirvienta, o mandarla a la escuela, o que ayudara a la enfermera que cuidaba a su madre. Hizo un gesto con la mano, como si borrara algo frente a los ojos. No, resultaba aquello mucha responsabilidad. Con lo linda que era la muchacha... A lo mejor, en vez de casarla... —y de repente pensó en el chofer, tan excelente hombre, que tenía su hermana, sol- tero, que podía enamorarse de Esperanza y casarse con ella—; si, en vez de casarla, pasaba cualquiera de esas cosas feas, que se cree que sólo existen en las novelas o en los films y que de repente se hallan también en la vida... Y la madre, la vieja Eufrasia, no

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