El liceo en tiempos turbulentos: ¿Cómo ha cambiado la educación media chilena?
Introducción: El liceo chileno en tiempos turbulentos 13 campos (educación postsecundaria y empleo) predominantemente privados. Mantener- se «al día» para satisfacer a semejante collage de públicos –que no pocas veces demandan prioridades contrapuestas– es una tarea objetivamente difícil. Mucho más abordable es responder a un plan de estudio definido por el Mineduc y preparar a los estudiantes para rendir ciertos tests. No es de extrañar entonces que el liceo chileno lleve tanto tiempo «atrasado respecto de su sociedad» y sea acusado tan recurrentemente de anacrónico. El liceo como faro del progresismo intelectual y social que describe Sol Serrano (2018) en su reciente ensayo, se limita a las décadas del apogeo mesocrático entre los 1930s y 1960s, justo antes de que se hiciera masivo. Un último aspecto que merece mencionarse en este breve esbozo de complejidades liceanas es que, especialmente desde la década de los 1960s en adelante, los jóvenes y más recientemente los adolescentes han producido una «cultura juvenil», distinguible y en muchos aspectos opuesta a la del mundo adulto, particularmente a la que transmite la educación institucionalizada. La sociología advirtió esto muy tempranamente, cuando Talcott Parsons en 1942 inauguró el concepto de «cultura juvenil» y estableció la seminal visión conservadora sobre la juventud, mostrando cómo en la sociedad contemporánea ese interregno entre la infancia y la adultez no era solo espera, sino creación, pero claro, una creación marcada por la irresponsabilidad que permite precisamente el ser estudian- te, orientada por el deseo de «pasarlo bien», anti intelectual, motivada por la apariencia, la atracción sexual y los vicios. La enorme masificación de la experiencia liceana tuvo el efecto paradojal –según el clásico análisis posterior de James Coleman (1961)– de producir las condiciones para que emergiera y se fortaleciera una verdadera «sociedad adolescente» cuyo rasgo cultural básico es distanciarse de las exigencias adultas de la edu- cación formal. El liceo tendría así una labor titánica, porque su estructura de valores es opuesta a la de la cultura juvenil en que habitan las nuevas generaciones. La caudalosa ju- venología que vino después no ha hecho sino insistir en esta idea del divorcio (insalvable en los marcos actuales, insisten casi todos los autores) entre «cultura escolar» y «cultura juvenil», incluyendo los estudios en Chile (Edwards et al., 1995; Assaél et al., 2000). Incluso si uno no va tan lejos con esta aproximación culturalista, lo cierto es que la población estudiantil de la secundaria tiene oportunidades reales más allá de la asistencia a la educación formal: entrar al mundo del trabajo, conformar una familia, compartir con el grupo de pares; y todas ellas ejercen un polo de atracción permanente y creciente en el tiempo, que compite con la educación (sobre todo si ésta resulta poco significati- va o poco estimulante), haciendo la deserción una alternativa, más fuerte para quienes tienen menos recursos o han sido maltratados por el sistema educacional. En cualquier momento el joven «se vuelve adulto», especialmente si es pobre. La sombra de la de- serción temprana del sistema escolar es un recuerdo permanente de que en educación los procesos históricos no son tan acumulativos como parecen, la inercia mecánica no funciona, y motivar para mantenerse estudiando es un desafío siempre nuevo, cohorte tras cohorte, y en último término, una experiencia individual. En una época en la que
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