Magallanes 1520-2020: historias, pueblos, imágenes
Prólogo – xix En ese minuto. En las semanas que vendrán, de un año-luz. Y todas las leguas marinas, de avance o descenso, dirección sur, siguiendo la costa. Presintiéndola. Tiempo después, toparán con un espejismo, de gran verdad: una desembocadura ancha, de agua salada, pero que sin embargo más adentro se hará dulce. Agua para ser bebida, respirada, mas no para criar fama ni hacerse ricos. Servirá para vivir, no para navegar. En ese punto del mapa, solo navegar era necesario; la vida no. La orilla de esa tierra parec a divertirse con ellos. Les burlaba los ojos. Les exaltaba con un posible hallazgo, para enseguida destrozarles el corazón. Enton- ces, detrás de una cortina de niebla o de hielo asoma, por fin, la boca del canal. Pero aquello no será más que una triste bah a, flanqueada por lomas bajas, vac as; o será una cuña de mar, incrustada en la costa, rubricada por médanos grises o lo que fueran, también bald os. No todos ellos endurec an el corazón y los ojos. La verdad es que eran pocos los que soportaban los rigores del cielo, las alucina- ciones. Una buena parte de los tripulantes perd a voluntad con cada desengaño. Perd a el alma. Era Magallanes quien cargaba con ellos. Tiraba de sus esp ritus, como quien fuerza osamentas. Les sosten a el corazón. Iba, pues, aquel pueblo de los barcos, siguiendo la estela de la nao Trinidad, la de su comandante en jefe, ungido por Carlos V y por el Todopoderoso, a la espera del milagro, o del nau- fragio definitivo. Héroe o suicida. Una de dos. O ambas. Sobre el paralelo 50, de latitud final: Una frontera demarcada por el viento fr o, y el litoral que apenas adivinan all , a flanco diestro; apenas una l nea, suma- mente baja, de una planicie exasperante, pero a la que deben mantenerse unidos, para no desparecer en la rompiente, en ese inmenso espumarajo en que se ha con- vertido el mar. De la nada, o de la bruma, donde parecen ir medio vivos, la tierra les abre un puerto, que llamaran de San Julián, donde echarán los huesos, como quien dice, darán alivio a las cuadernas y arboladuras de las naos. Y plantarán una cruz. Y sobre aquel paralelo imposible, o muy cerca de él, en tierra firme, conti- nuarán las visiones. Las fábulas. Verán gigantes que –según el cronista– eran dos veces más altos que ellos. Con el primero que se topan, ten a un rostro ancho, pintado de rojo y los ojos circulados de amarrillo; portaba un arco y flechas de caña. Se cubr a con pieles. Luego avistarán otros. Hablarán con ellos, mediantes gestos. Harán trueque. Y a pesar de las proporciones y energ as de estos gigantes, tendrán el ingenio para secuestrar a un par de ellos. Embelesarlos. Engrillarlos. Llevarlos a bordo. También all , tendrán su primer ca do, por puño ajeno. Y su- frirá, el comandante, de la primera traición que se incubaba, sin duda, desde el minuto cero. Aquel complot de los capitanes será desbaratado, por cuestión de minutos. Habrá un juicio sumario. Habrá castigo. Un cadalso improvisado. La
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