El tejido de la memoria: 50 años del Golpe de Estado en Chile
272 El tejido de la memoria Puse el pulgar en la hendidura de la venda y terminó de en- volverme los puños con todo cuidado. La pasó por la muñeca y por sobre mis nudillos. Ya no había nada más que hacer sino noquear. El árbitro nos llamó al centro del cuadrilátero y luego regresamos a nuestro rincón. Mi entrenador me quitó el albornoz, me incliné sobre las cuerdas, flexioné las rodillas un par de veces y escuché el pitazo inicial. Tocamos los guantes. El mexicano se veía muy rudo. Me colocó dos golpes sobre la cara. Tenía buena guardia y yo intentaba calcular cuándo poner mi izquierda. Tres o cuatro veces tiré unos golpes que no llegaron a alcanzarlo. Intenté el cuerpo a cuerpo para ver si le colocaba la iz- quierda en su cara. Pero él los esquivaba o pasaban sobre su cabeza. A la misma hora el número de patrullas que comenzaban a aparecer había aumentado. En cada una de las calles de entrada y salida al centro de Santiago instalaron una de ellas. La gente se veía nerviosa. Mi pelea era solo una preliminar, pero para mí era muy im- portante. Mi padre también tuvo que viajar muchas veces a ganarse la posición. Nunca consiguió la pensión mínima de sobreviviencia que mi madre lloró muchas veces frente al edificio de la Intendencia. No les importó que le hubiese dado un triunfo a Chile. Mi madre decía que los gobiernos de Alessandri y Frei eran para los futres y no para la gente. Lo único que consiguió antes de morir fue una medalla y una canasta familiar que el alcalde de Concepción le entregó en nombre del gobierno popular. Después de tres asaltos sentía que me había lastimado. Me dolían las costillas. Cada vez que se acercaba le trababa los brazos, soltaba la mano e intentaba un uppercut. Pero en cuanto conseguía alejarme observaba su rostro babeante protegido tras sus inmensos bigotes negros.
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