El tejido de la memoria: 50 años del Golpe de Estado en Chile

224 El tejido de la memoria Tajamar. Veía aterrada, en el pequeño televisor, a los cuatro generales de anteojos negros y recibía las noticias espeluznantes, pues Alonso, mi compañero de convivencia, me relataba quién había desapareci- do, muerto, o caído en alguna redada. Esas torres fueron allanadas día tras día, pues en las noches desde algunos departamentos les disparaban a los militares y a los tanques, cuando patrullaban las calles de Santiago. Hasta que un día llegaron al nuestro, Alfonso y yo, simulamos ser pareja y nos metimos a la cama, medio desnudos. Ni él ni yo éramos buscados y teníamos nuestros documentos en orden; después de revisar el departamento, la situación les pareció razonable a los militares y, guiñándole un ojo a mi conviviente, se retiraron. Alfonso salía la mayor parte del día a cumplir misiones que no me explicaba. Hasta que me dijo que se cambiaría a otro lugar más seguro. Nunca llegué a conocerlo, ni siquiera a saber cuál fue su destino, no eran tiempos de hacer amigos. En eso días, el partido me autorizó para volver al hogar fami- liar, con el Fiat 600, puesto a mi disposición siempre y cuando yo lo destinara a asilar a algunos compañeros que aparecían en las listas de los más buscados. Con mi casa en un caos, mi padre mudo, mis hermanas vi- viendo en el terror y la universidad clausurada, solo me movilizó la idea de ayudar a cuantos pudiera. Me desgarraba pensar que alguno de mis conocidos fuera torturado o asesinado. El golpe removió algo en mi cerebro, como si hubiera sido una gran cachetada, mi vida juvenil había acabado. Empecé a actuar como adulta, por sobre el pe- ligro, solo por ser mujer, joven, del barrio alto, y andar bien vestida, quizás me sentí inmune. Entonces, me dediqué a asilar a dirigentes y ministros de mi partido. No todos lo consiguieron, uno fue fusilado en un sitio de detención, otro delatado por sus vecinos. Un queri- do gran abogado, creyente en la justicia, fue a entregarse de forma voluntaria; nos vimos por última vez desde un Fiat 600 a otro, un nublado día a mediados de septiembre en Santiago.

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