El tejido de la memoria: 50 años del Golpe de Estado en Chile

222 El tejido de la memoria Empecé a soñar con golpes de Estado, mucho antes de que algo así se nos pasara por la cabeza, incluso antes de asumir el nuevo presidente. Eran catástrofes distópicas, fin del mundo, holocaustos. Se parecían a la destrucción de Hiroshima, gente arrastrándose con hambre por tierras infértiles. Dos semanas antes del golpe, llevaron a mi casa a la nieta pequeña de un ministro. Llegó rodeada de un montón de cubanos en el auto de su embajada, con una niñera chilena rolliza y mandona, herencia de familia. Algo grave se venía, eso era obvio. Yo trataba de vivir al máximo sin pensar, total tenía diecisiete años, la vida se veía fascinante, el futuro me intrigaba. Me dejaba arrastrar por las consignas, las marchas, la militancia, las asambleas y los amores. Una mañana escuché el repiqueteo de la radio Corporación. Mis padres ya no estaban en casa. Mi madre, en su vocación de médica del pueblo, había ido a su consultorio en la población “La Nueva La Habana”. Apresada allí, pasaría un año aterrador en el Estadio Nacional. Mi padre fue a la universidad donde hacía clases y la encontró cercada de tanques, volvió a la casa. Días más tarde, cuando logró saber dónde estaba mi madre, permaneció en silencio por más de un año. Ellos nunca más fueron capaces de comunicarse. Después de que ella salió en libertad, resiliente como era, no contó nada, no comentó nada, pero sus miradas nunca más se encontra- ron. Mi casa fue allanada muchas veces con tanquetas y tropas militares. El día siguiente del golpe llegaron escoltando al embajador cubano para que se llevara a la pequeña al aeropuerto, desde donde su familia cubano chilena abandonó el país. En parte, por los ante- cedentes de mis padres, así como, según se supo, por la denuncia de varios vecinos, alertados por los grupos de extranjeros que pasaron por ahí. En uno de esos allanamientos encerraron a mis hermanas chicas en una pieza, mientras quemaban en el patio montones de libros de la inmensa biblioteca de mi padre, filósofo marxista decla- rado. Incluyendo el ejemplar de Rojo y negro, de Stendhal, único epi-

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