El tejido de la memoria: 50 años del Golpe de Estado en Chile
160 El tejido de la memoria edad. Quizás el mayor de los soldados frisaba los treinta. Era macizo y de mirada adusta. Los otros dos no pasaban de los veinticinco. Sus cascos de acero brillaban por la opaca luz de unas bombillas. Se veían caricaturescos, porque sus cascos se movían como lámparas destor- nilladas. Eran muy delgados, ojos hundidos y oscuros. Se notaban nerviosos. Se movían en zigzagueos por la sala. Algo balbuceaban con mi papá: le pidieron documentos, si conocía a tal personaje po- lítico, o si mis hermanos mayores practicaban algún proselitismo ideológico. Las mujeres de mi familia estaban aterradas. Eran perso- najes de Peter a punto de pedir que yo abriera el ventanal para salir volando y hacer un giro por el aire para devolvernos a buscar al papá. Mi madre me atrajo suavemente hacia su cuerpo con su blando brazo, para protegerme de alguna eventual agresión. Yo mi- raba desde mis “alturas” si las jinetas de los soldados llevaban las siglas “SS”, o la esvástica o cualquier inscripción nazi. No lo eran. Lucían al inferior de los hombros la bandera chilena, cuadrada y pequeñita. No estaba viviendo ni disfrutando ninguna de mis aven- turas que la imaginación infantil permite, a veces, distorsionada de la realidad, a un niño. Hasta que vi los movimientos de manos de retirar de los estantes todos los libros que allí habían. Uno apuntó su fusil metálico con culata café hacia nosotros, especialmente hacia mi padre. Mis hermanas refunfuñaron cabizbajas y mi mamá nos hizo retroceder bajo el estupor de lo que sería otro de los crímenes más viles cuando asume un régimen de facto (tiempo después enten- dí que mi adolescencia sería acompañada bajo ese tipo de sistema). Los libros morirían, se extinguirían, se convertirían como esos textos judíos prohibidos, apilados y desnudos como una pirá- mide de papel, o en forma de cuncuna, mil de ellas, como la gente haciendo fila en cada manzana de una población para esperar por un pan, un té, una leche, un arroz, que maquinó el régimen soberbio para hacer sucumbir a otro más colectivo.
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