Malestar y destinos del malestar. Artes del descontento [volumen II]

La ambigüedad del arte / Carlos Ossa – 43 homogeneidad y el melodrama, la estética que les cabe es caudillista, elemental y despersonalizada. Los individuos hablan “la diferencia” de la cultura – obligados a mostrar un ethos propio (muchas veces construido por las mismas máquinas se- mióticas del populismo estético) – , trabajan en torno a un pasado memorable que no puede repetir el presente, que lo salva de cualquier pretensión igualitaria. Sin duda, lo anterior está maltratado por esquematismos impertinentes, que insisten en colocar en la escritura derechos teóricos que son el sustento de las instituciones administradoras de identidades. De todas maneras, las imágenes no responden al capricho mecánico de la conciencia o los instrumentos, son, en términos frankfur- tianos, una racionalidad instrumental y crítica a la vez: gobiernan un mundo de signos iguales y parejos, donde la reiteración de lo mismo termina produciendo una mundanidad saturada y opaca; y también interrumpen con unas representa- ciones sin tutela, que agregan nuevas edades a las palabras y las cosas. La filosofía descubre la necesidad antropológica de definirlas, pues el vacío y la trascendencia que las constituye implican una condición del tiempo tramada por la alteridad y el fragmento. Eso puede constatarse, por ejemplo, en Bergson, quien piensa el de- venir desde una fenomenología donde el tiempo encuentra su símil en el cine y “el conocimiento usual es de naturaleza cinematográfica” 8 . Mientras la historia (tradicional) del arte moderno persiste en narrar el patrimo- nio como división entre lo inmaculado y lo pagano, las imágenes han sido capaces de revertir ciertas escrituras a favor de relatos de contaminación, impureza y descuido. Georges Bataille, a pesar de su encono con un capitalismo discursivo al que le atri- buye una inevitable colonización del inconsciente, reconocía que las imágenes y la comunicación son fundamentales en el reparto de la identidad, único ejercicio que consideraba garantía de sentido. Las imágenes patrimoniales, comunicativas y esté- ticas han vivido superpuestas y amarradas; aunque muchos esfuerzos por remitirlas a poderes epistemológicos únicos se han realizado, acumulan otros registros, neutra- lizan categorías y desilusionan castidades. Ello ha sido crucial para la expansión de un capitalismo cultural 9 (¿posmodernismo?) capaz de reunir, pero no subordinar, completamente, las gramáticas de la visión. Hay un intento de sintetizar autoridad, deseo y subversión en una misma mercancía, desdoblada como objeto, seducción, espectáculo, crítica y consumo. Por ello es tan difícil determinar el territorio de la es- tética contemporánea, pues lo global arma un concepto que funde lo perceptual de la tradición ilustrada, lo trascendental de la romántica, lo discursivo de la moderna y lo sublime de la posmoderna en una experiencia histórica deshistorizada. No es la única razón – obviamente –, por ello agregamos una observación de Ticio Escobar: 8 Henri Bergson, “La evolución creadora,” en Obras Escogidas (1907; Madrid: Aguilar, 1963), 701. 9 Cf. Fredric Jameson, El giro cultural (1998; Buenos Aires: Manantial, 2002).

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