Malestar y destinos del malestar. Artes del descontento [volumen II]
La ambigüedad del arte / Carlos Ossa – 39 alimente de objetos sobrevivientes, purificados por el canon y la tradición, para po- sar de solemnes y memorables, aunque esa condición sea resultado de la incapacidad de perecer con la época. En cambio, en la comunicación, lo exhibido es lo que no puede quedarse, se muestra para desaparecer y sustituir un texto por otro; aquí no hay malestar declarado, sólo ritmo, pausa y aceleración. El objeto busca concluir en un acontecimiento que lo devore hasta dejarlo sin genealogía; entonces, se convierte en flujo, rutina y molde: aparece transformado en mensaje. El arte moderno, a contrapelo, inscribe en un objeto singular signos emergentes que dan a la materia una pulsión de regocijo, descalce y dolor inéditos, y la trans- forman en discurso artístico. La obra perdura porque nunca completa su esfera. Lo ineluctable de la visión estética – según Georges Didi-Huberman 2 – es la escisión entre lo que vemos y lo que nos mira. A causa de lo anterior, las imágenes cumplen en lo moderno distintas tareas de recaudo, fuga y transacción. Deben preservar vie- jas patrias simbólicas, reemplazar de modo continuo valores efímeros, anticipar mo- delos de temor y bienestar, construir advertencias reflexivas respecto de su misma existencia. Estas dimensiones requieren organizar visualmente el espacio, inventar códigos y socializar lenguajes para articular lo heterogéneo, disímil y extraño; así la vigilancia aparece, pero también se reestructuran las prácticas humanas en torno a la formalización estético-política de la mirada y su compaginación por la digitalidad técnica. De igual modo instituciones del derroche, la memoria y la crítica se pliegan a este escenario para disputar y regir significados. La modernidad estética, a pesar de sus esfuerzos por establecer diferencias es- tructurales entre mito y realidad, termina integrándose – de manera irónica – a la corriente “progresista” del capitalismo, que ofrece un nuevo pacto entre mirada y sentido. Un pacto donde el mito sirve de medio imaginativo para descifrar las condiciones sociales transformadas por el monopolio económico, el actor liberal es subsumido por las “tecnologías del yo”, y los individuos perciben la fractura y el des- membramiento como obstáculos de la aprehensión segura y estable del mundo. El régimen visual, entonces, intenta ofrecer mecanismos de reconciliación de distinto carácter y finalidad; por ello lo que está en disputa, en la discusión teórica sobre los usos estéticos del museo, la industria cultural y el arte crítico, es la promesa visual de archivar, consumir y desconstruir el “ser” de lo real: es decir, romper con la incer- tidumbre de su presencia. La contemplación, el gasto y la crítica se transforman en operaciones antagónicas, pues cada una impone un orden de la mirada y un poder- ver ansiosos de “restituir” una temporalidad armónica, sin desidias ni errores. Sin embargo, esa pretensión nunca se realiza, debido a que la cultura moderna sólo se 2 Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira (1992; Buenos Aires: Editorial Manantial, 2006).
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